Por Fernanda Ontiveros
Cuando ya se está de este lado, poco importa lo que se diga sobre quién fue uno en vida, es imposible volver en el tiempo y cambiar las cosas. A veces me da por visitar la Tierra nada más para ir a los restaurantes y leer los menús, es muy divertido. Si alguien me hubiera dicho que esto sería parte de mi legado, hubiera peleado menos, qué necesidad había, tantas batallas, tantas condecoraciones e intrigas para que al final no me trajera nada. Dejé ese mundo tal y como llegué.
De acuerdo, no negaré que disfruté muchas partes de ese estilo de vida, en especial el poder. Otra cosa que me complacía, a diferencia de muchos en mi época, era posar para los retratos y ver mi rostro sin arrugas, comparable a los filtros de hoy en cada celular. Válgame, cuántas cosas no habríamos hecho en mis tiempos con esos aparatos, aunque debo decir que eso habría restado emoción a muchas situaciones.
En mi época como capitán, mariscal, caballero, duque, marqués o lo que sea, me sentí siempre honorable, una persona que infundía autoridad y respeto. Deseaba ser reconocido por la monarquía y por toda la gente. Hoy me da igual, quizás alguna vez inspiré todo eso en realidad, pero hoy me considero más vencedor que en vida.
A Napoleón no lo he visto desde hace más de doscientos años, el pobre no lo ha podido superar, a veces siento pena por él y desearía que dejara atrás todas nuestras riñas; lo invitaría a la Tierra conmigo y le mostraría los menús de su patria, solo para que dejara de lamentarse todo el tiempo. Es más, si hubiera sabido que le importaría tanto Waterloo que aun muerto estaría en depresión, le habría dicho “amigo, no te lamentes, te van a recordar más por tu estatura que por esto”, aunque no sé si eso habría hecho una diferencia.
Lo más curioso de todo es que ahora soy “vegano”, o mejor dicho “nadagano” porque no como nada, aunque quiera, acá sólo comemos aire, aprendizaje y serenidad, como dice nuestro instructor de yoga, el Buddhi-boy, que acá no quiere ser llamado “Buddha” porque dice que ese gordo es otro que inventaron. De todas formas, me imagino el sabor de la carnita jugosa, cubierta con paté y hojaldre y todavía se me hace agua la boca, fue uno de mis grandes placeres en vida.
Ahora en nuestras sesiones con el Buddhi-boy he aprendido a soltar el pasado y he hecho grandes avances, en serio, me considero menos egocéntrico. Hasta le concedí el protagonismo a Napoleón en Waterloo. Aunque él perdió, la gente recuerda más su nombre que el mío y está bien, ya lo acepté, ya no me importa. Lo que todavía no puedo soltar es mi lazo con la gastronomía, es una huella que me enorgullece. Ver los recetarios, los menús, o escuchar a los meseros gritar “un solomillo Wellington para la mesa tres” es algo incomparable, ¿a poco no?
FIN