Por Julieta Navarrete

Eran las dos de la tarde cuando Pachita murió de un gemido. Gimió tan fuerte que hizo una grieta en la campana de la torre, rompió los cristales de la catequesis y soltó la cadena del perro. El chillido duró más o menos tres minutos, pero hay quien dice que fueron treinta. Los que eran niños en ese entonces juran que Pachita gimió hasta las tres de la tarde del día siguiente y que por eso se murió. Dicen que fue culpa suya que se secara el pueblo, que de tanto susto el agua se volvió salada y el tecolote se marchó para siempre. La única verdad es que fue un sonido largo, nacido en una cañada profunda y vacía. 

El domingo en que la mudita murió fue el mismo en que vararon aquellos cuarenta cachalotes en la costa y la plaza se encontraba desierta. Iba esa mañana caminando hacia la parroquia cuando se le pusieron los ojos pelones y la boca se le agrietó de tanto abrirla, dando paso a un grito aterrador pero silencioso que parecía rasgarla desde el sexo hasta la garganta. 

Pasó un minuto haciendo escándalo, señalando hacia su boca con desesperación; tratando de llamar la atención de peatones invisibles mientras sus gestos se volvían más y más explícitos y más desesperados. Justo antes de que se produjera el sonido fatal, había metido el dedo índice de su mano izquierda hasta el fondo del buche como queriendo pescar algo. Con gran esfuerzo fue sacando la mano y moviendo la muñeca hacia delante de su cuerpo, mientras tiraba de un mecate invisible. Usando ambas manos en un juego macabro de mímica sacó el hilo después de dar tres jaloncitos finales y comenzó a gemir. 

Fue sorpresa para ella que la muerte le permitiera escuchar su voz por primera vez. Esa voz de luto nacida de su pecho flaco y virgen le sabía a hambre y congoja. Le sabía como agua salada de ola triste. Fue un suspiro invertido y doloroso que comenzó como un llanto quedito, vomitado desde el alma. Venía jalando algún lugar entre su panza y su inexistente cintura, moviéndose a fuerzas a través de su cuerpo de palma, con un coraje tal que pensó que iba a caerse perdiendo el equilibrio de sus pies, arqueados hacia delante por el impulso.

Cualquiera que la hubiera visto habría quedado fascinado por el montón de gestos que atravesaban sus cejas negras. ¡Ya se nos descuajaringó otra vez! Habría gritado su nana antes de darle senda cachetada para sacarle el mal, para curarle lo taranta. Pero hacía mucho que su nana no estaba, se había ido a cazar tormentas al monte, sin regresar. Así que ella se quedó sola en la casa grande, viviendo de tamarindos y ciruelas, muriéndose de calor y de asco. Llorando sin que nadie le explicara que no había sido la muerte de su abuela lo que le había traído su nueva y tan inoportuna condición de mujer. 

Incluso ahora podía recordar el olor metálico y salado que percibía al meter los dedos entre sus piernas, el cólico terrible y las ganas de vomitar. Esa arcada que se reproducía en la estocada final que la vida había decidido darle, esta vez acompañada de un sonido terrible y fascinante. Un chillido de chacuaca que le rompía desde adentro y no parecía terminar. Un silbido agudísimo que le estaba mareando los sentidos, haciendo su cuerpo vibrar como una cuerda de guitarra, ahí parada a la sombra de la madreselva. ¿Cómo iba a saber ella que así se moría la gente? Que al final sentiría placer, que hasta cantaría. A ella sólo le habían dicho que las mujeres se dormían y los hombres cerraban los ojos. FIN

Julieta Navarrete Cervantes (Baja California Sur, 1992) Reside en Guanajuato desde hace varios años. Arquitecta con vocación de investigadora. Ejerce su oficio de escritora desde la trinchera de una moderna y desgarradora cotidianidad. Su libro de relatos, Aquí los muertos no cantan acaba de ser publicado por La Rana este año. 

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