La mitología griega demostró que nada es tan letal como una pregunta sin respuesta. La Esfinge destruía con un enigma. Llegó a Tebas para plantear su acertijo y devorar a quienes no pudieran resolverlo. Con la valentía de quien ignora su destino, Edipo decidió hacerle frente. Carlos García Gual describe así el enfrentamiento: “No es un combate feroz […] El monstruo no usa sus leoninas garras, ni tampoco su canto seductor y acaso mortífero para asustar al joven viajero. Ni sus encantos femeninos para hechizarlo”. En vez de atacar, la Esfinge interroga: ¿qué criatura camina en la mañana en cuatro patas, al mediodía en dos y al atardecer en tres? Edipo da con la respuesta que lo hará rey: se trata del ser humano, que primero gatea, luego camina y en la vejez requiere de un bastón.

Desde entonces, la vida de la especie se divide en tres edades. Sin embargo, el enigma planteado por la Esfinge inquieta de otro modo en estos tiempos: ¿qué valor debemos darle a cada etapa existencial? Vale la pena reflexionar al respecto en un periódico impreso, medio de comunicación donde la mayoría de los lectores rebasan los cincuenta años.

Cada época se relaciona de manera distinta con el tiempo. En el siglo XVII, el Quijote era un anciano cincuentenario al que le quedaban pocos dientes; en el XXI, Mick Jagger es un octogenario que llena estadios en nombre del rock. La noción de juventud se ha vuelto tan relativa que abundan los remedios para aparentarla, de la cirugía plástica a los trasplantes de pelo. El aumento de la expectativa de vida ha traído el deseo -e incluso la obligación- de envejecer con aspecto juvenil. Los implantes, el colágeno y el sildenafilo llegaron en auxilio de quienes ya se despedían de la actividad erótica, lo cual explica la proliferación de sitios web donde los mayores de sesenta años encuentran pareja.

No es casual que el país más poderoso de la Tierra tenga como principales candidatos a la Presidencia a dos ancianos. Por desgracia, no se trata de personas que, al modo de Gandalf el Gris en El señor de los anillos, tengan una sabiduría milenaria, sino de indiscutibles vejestorios.

Hay distintas formas de desempeñar el tercer acto de la vida. Cuando vivía en Barcelona, nuestra calle desembocaba en dos destinos para la vejez: en una esquina había un asilo y en la otra un manicomio. Le comenté a mi hija que no sabía en qué lado de la cuadra iba a acabar. A partir de entonces, cada vez que yo hacía algo absurdo, ella me decía: “Ya sé a qué lado vas”.

El debate entre Joe Biden y Donald Trump me remitió a esas dos posibilidades. El candidato demócrata demostró estar senil y el republicano, siempre sobreactuado, rozó el delirio. Uno carecía de facultades, otro de sentido de la realidad.

Hay, por supuesto, personas de esa edad, o incluso mayores, que se conducen con enorme lucidez; lo preocupante es que los candidatos sean esos ancianos. El botón de las armas nucleares dependerá de una mano que tiembla o, peor aún, de una que no tiembla.

Biden y Trump son dignos representantes de una época donde la vitalidad se prolonga de manera artificial. No están capacitados para lo que hacen pero no pueden dejar de hacerlo, y sus partidos los respaldan.

Mientras la gerontocracia decide el rumbo político, los jóvenes pertenecen a otra realidad. Gracias a las tentaciones digitales, se desentienden de todo lo que no tenga que ver con ellos mismos. Ortega y Gasset acuñó el concepto de “adanismo” para describir a quienes creen que el mundo comienza con ellos y desprecian la tradición. Las redes sociales promueven un presente eterno que amerita gratificación instantánea, un entorno de voluntaria infantilización donde sólo lo nuevo y lo inmediato es relevante. El pasado se ha convertido en una tarea para especialistas.

Las edades del ser humano parecen reconfigurarse: quien camina con dos piernas prefiere andar a gatas y quien camina con tres esconde su bastón. Esto da nuevo sentido a la pregunta de la Esfinge.

El desafío no es distinguir la edad que tienes sino asumirla.

A medida que el planeta se colapsa, los jerarcas viejos intercambian insultos e insensateces; por su parte, los jóvenes adanistas delinean sus cejas, extienden sus pestañas y miran TikTok al compás del reguetón.

Mientras tanto, la golosa Esfinge se lame las fauces.

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