El sábado 6 de diciembre de 1873, a los 24 años, el poeta Manuel Acuña protagonizó el suicidio más famoso de la literatura mexicana. Fue encontrado por su amigo Juan de Dios Peza, entonces de 21 años, en el cuarto que ocupaba en la Facultad de Medicina, antigua sede de la Inquisición, donde seguía sin entusiasmo la carrera que justificaba su estancia en la capital. El aire despedía el olor a almendras del cianuro.
Su decisión se explicaba en varias cartas y a Juan de Dios le había dicho que emprendería un largo viaje. Manuel Acuña no actuó por impulso sino con el calculado rigor que animaba su mejor poema: “Ante un cadáver”.
Un día antes, los amigos habían ido a la Alameda y se despidieron ante un zaguán que Peza no quiso identificar. José Emilio Pacheco atribuye este silencio al “pudor mexicano”. Sin embargo, la indiscreta posteridad agregó una sospecha: Juan de Dios quiso proteger a la inquilina de esa casa, Rosario de la Peña, a quien Acuña dedicó su célebre “Nocturno”. Así se perfeccionó la leyenda del poeta despechado: Rosario lo rechazó y él no encontró otro consuelo que la muerte.
Recuerdo lo que Álvaro Mutis decía a propósito del romanticismo: “El poeta enamorado no regala bombones: ¡bebe arsénico, viejo!”. En 1774, en Las tribulaciones del joven Werther, Goethe abordó el suicidio como el dramático tributo de quien ama sin remedio. Escrita por un autor de 25 años, la novela fue un best seller instantáneo. Traducida al francés, cautivó a Napoleón al grado de llevarla consigo al campo de batalla. El “wertherismo” puso de moda el saco azul y el chaleco amarillo del protagonista, y la costumbre de morir de amor.
En el imaginario mexicano, Acuña es nuestro joven Werther. Nacido en Saltillo, en 1849, encarna el arquetipo romántico. Padeció la pobreza del estudiante provinciano en la capital y midió su taquicardia en versos hasta que el dolor pudo más que la escritura. Su suicidio lo malquistó con la Iglesia y lo convirtió en ídolo nacional. La población de Las Vacas, Coahuila, es actualmente Ciudad Acuña, y en Guadalajara la casa de gobierno se ubica en la calle que lleva su nombre.
Repudiado por la crítica como un versificador sentimental, triunfó en el gusto popular. Recuerdo a los declamadores de mi infancia que subían a los camiones a recitar a cambio de unos pesos: “Pues bien, yo necesito/ decirte que te adoro, / decirte que te quiero/ con todo el corazón…”.
Pocas veces la suerte de un texto ha dependido tanto de su dedicatoria. La fama póstuma de Acuña se cimentó con dos palabras, “a Rosario”, destinadas a la mujer que fue cortejada por Guillermo Prieto y José Martí y que reunía en su salón a Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ramírez, Vicente Riva Palacio y Luis G. Urbina. Musa ideal, Rosario fue la prometida de un coronel que murió en un duelo, se comprometió con un poeta que no pudo consumar el matrimonio por estar enfermo de sífilis y murió soltera. En cada episodio confirmó que el amor aumenta al no alcanzarse.
No es casual que Acuña le dedicara su “Nocturno”; sin embargo, en su extraordinaria novela El pasado, Víctor Palomo explica de otro modo lo ocurrido. El autor se adentró en las hemerotecas hasta dominar el siglo XIX con la confianza de quien dejó ahí sus pantuflas.
Supe del libro por un ensayo de Marco Antonio Campos, gran conocedor de las biografías de los poetas mexicanos. Palomo ganó en Coahuila el Premio Altamirano y su novela contó con una edición local que se agotó de inmediato. Durante un tiempo, encontrar un ejemplar de El pasado era tan difícil como resolver el enigma que aborda. Por suerte, Grijalbo acaba de reeditar esta historia apasionante.
No contaré el final de una trama que depende del misterio. Me limito a evocar un pasaje clave. Palomo recrea el salón de Rosario en el que se celebran torneos poéticos. El joven Acuña es admitido y se ve obligado a participar; le piden que improvise un texto y transcribe uno que sabe de memoria; por deferencia, lo dedica a la anfitriona. Sin embargo, de acuerdo con Palomo, la destinataria es otra persona y esos versos cuentan un drama diferente.
Narrada con la vibrante intensidad de quien parece haber respirado, calle por calle, el antiguo aire de la capital, El pasado recupera al poeta que selló su destino al tomar cianuro y demuestra que nada es tan asombroso como lo que ya sucedió pero no supimos entender.