El gobierno de México enfrenta tres retos ante las elecciones y el fraude electoral en Venezuela. Ninguno es fácil de atender, y los acontecimientos pueden precipitarse en cualquier momento, motivo por el cual lo aquí escrito puede perder o ganar rápidamente relevancia.

El primero consiste, obviamente, en la definición ante los hechos venezolanos. Por un lado, hasta la noche del martes, el Consejo Nacional Electoral, dominado por régimen de Maduro, no había publicado los resultados mesa por mesa (casilla por casilla, en mexicano), sino únicamente una cifra global, poco creíble. Contabilizó 80% de las casillas, sosteniendo que el 20% restante fue hackeado por la oposición y alguien en Macedonia del Norte (sic). Mientras que la oposición subió a un sitio web accesible para todos el 84% de las actas “escupidas” por las máquinas de voto electrónico. En ellas, el candidato opositor gana por más de dos a uno.

La otra posibilidad es que no hubo ningún de tipo de fraude cibernético y simplemente se hizo todo esto a la manera tropical: como salga. En el primer caso, Maduro podrá entregar algo en los próximos días. En el segundo, el Centro Carter, Amorim y López Obrador se quedarán esperando.

El segundo reto, reside, justamente, en decidir con quien se quiere juntar López Obrador. Se esperaba un comunicado de Brasil, Colombia y México, aún inédito, que demandaría la publicación de las actas. López Obrador y su canciller saben que el fin del régimen de Maduro entrañaría severas consecuencias para la dictadura cubana, que México se vería forzado a sustituir a Venezuela como proveedor eterno de todo, a un país que ya no produce nada. Sacrificar a Maduro implica abandonar a Cuba o hacerse cargo. Pero separarse de Brasil y de Colombia, si Maduro no sube las actas, significa quedarse solo en la región con Cuba, Nicaragua, Honduras y Bolivia, y en el mundo con Irán, Rusia y China.

Dilema desgarrador para este gobierno, aunque obviamente no para cualquier demócrata.

El tercer desafío para el gobierno de AMLO es propio del instante que vivimos: la sucesión presidencial. Es evidente que López Obrador gobierna hasta el 30 de septiembre; es obvio también que quien padecerá las consecuencias de cualquier decisión que se tome ahora será Claudia Sheinbaum. Dudo que haya mayor desacuerdo entre ambos a propósito de Venezuela -hay que apoyar a Maduro- pero sí pueden existir sensibilidades distintas en torno al alineamiento de México: con Cuba y Nicaragua, o con Brasil y Colombia.

Sheinbaum irá seguramente al G-20 en Brasil en noviembre, y otras cumbres regionales a fin de año y en 2025. ¿Querrá ir aislada, o en compañía de Irán y Corea del Norte?

Lo lógico es que este tipo de decisiones se construyan al alimón: entre dos. La manera de ver las cosas puede variar entre uno y otra. AMLO sin duda cree que Biden se hará, nuevamente, de la vista gorda ante las travesuras mexicanas; Sheinbaum tendrá que lidiar durante cuatro años con otro mandatario norteamericano. Constituiría una gran irresponsabilidad de López Obrador no ser deferente con quien deberá vivir las implicaciones de la resolución que se adopte esta semana.

Con un gobierno normal, estos tres retos serían sencillos de superar. La 4T es todo menos que normal. Los paralelismos del caso venezolano con el 88 mexicano y con la versión lopezobradorista del 2006 (no con la realidad de esa elección) son tan flagrantes que no debiera caber la menor vacilación sobre que hacer. Ni ante los acontecimientos, ni ante la disyuntiva de alianzas, ni a propósito de la responsabilidad compartida con el gobierno que viene. El simple hecho de los titubeos, la confusión y la parálisis ilustran la excentricidad tropical del gobierno. 

 

* Excanciller de México

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