Al cabo de años de escritura, el maestro de las paradojas, G. K. Chesterton, hizo una curiosa afirmación: “El género humano, al que pertenecen la mayoría de mis lectores…”. De ese modo sugería que sus textos también estaban a disposición de otros animales. Leída a principios del siglo XX, la frase tenía una carga irónica.
Hoy los animales gozan de gran prestigio. Si alguien dice: “Me dejaste con la lengua de fuera”, eso ya no remite a la atónita sorpresa que experimenta el ser humano: gracias a la admirativa actitud de los cocker spaniels, la expresión se ha convertido en un elogio.
Si antes buscábamos rasgos humanos en las mascotas ahora queremos imitarlas. Una pariente que no bebe agua durante las comidas explica su conducta de un modo que no admite contradicción: “Así hacen los perros”.
Pero estoy convencido de que aún no imitamos lo suficiente a los animales que nos convienen. El chimpancé es el primate más próximo a nosotros; su notable inteligencia no lo salva de sus arrebatos de carácter; rechaza alternativas que le convienen, pero que atentan contra su obstinado criterio. Vale la pena buscar ejemplos menos parecidos a nosotros.
Aunque los perros carecen del raciocinio del chimpancé, han aprendido una lección esencial para ganarse las chuletas: saben que nada ayuda tanto a sobrevivir como la simpatía. De acuerdo con Brian Hare, de la Universidad de Duke, los simios son incapaces de advertir que, si un humano extiende el índice, señala algo. En cambio, los perros captan ese gesto. Comprender que otro sabe lo que tú ignoras es un recurso cognoscitivo que requiere de modestia y sociabilidad, virtudes poco frecuentes en los huraños chimpancés y en los humanos, incapaces de reconocer que el otro puede tener razón.
La especie canina resolvió su supervivencia siendo agradable para otra especie. Se trata de una decisión subordinada que no vamos a encomiar como modelo general de conducta en tiempos de justificada indignación, pero que revela destreza social.
Algo similar puede decirse de los gatos, que lucen de maravilla en un palacio o el gabinete de un brujo. No es casual que sean los inquilinos permanentes del Coliseo. Su presencia recuerda la vida anterior a las ciudades. Siguiendo una idea de Victor Hugo, José Emilio Pacheco escribió: “Ven, gato/ acércate:/ eres mi oportunidad de acariciar al tigre”. Aunque se detenga ante nosotros como un adorno egipcio, un gato tiene algo salvaje. Es nuestra posibilidad de tigre.
La cultura popular perfeccionó la mitología del gato solitario, aventurero y bohemio. En la película Los aristogatos, la gran vida no está en las mansiones parisinas, sino en los sótanos donde se escucha jazz. Lo mismo ocurre en las caricaturas de Don Gato y su pandilla.
Los gatos no son amaestrables. En los circos, los domadores de bigote puntiagudo han fracasado con las más diversas variedades gatunas, de los mullidos especímenes de Angora a los bengalíes con miméticas manchas de leopardo. La gran paradoja es que, con recursos diferentes a los de los perros, los gatos se amaestraron a sí mismos. En vez de perdurar en la incierta intemperie o los callejones donde el mejor platillo es un esqueleto de pescado, prefirieron ronronear en las casas tibias donde hay croquetas.
La tesis de Darwin sobre la supervivencia del más apto no se refiere a la fuerza sino a la capacidad de adaptación. Los estudios de Hare prolongaron los del etólogo ruso Dmitri Belyaev. Ambos llegaron a la conclusión de que una variante de los lobos descubrió que cazar es más arduo que tener un amo. Esos remotos abuelos de los perros asumieron la domesticación como un asunto de primera necesidad. Para probar su teoría, Belyaev comenzó a criar zorros en 1959. Los que mostraban agresividad recibían peor comida y eran alejados de las hembras. El experimento produjo zorros amables. En 2003 Hare visitó a los descendientes del programa piloto y conoció adorables animales de compañía.
Desde Esopo, el zorro tiene reputación de animal astuto, de modo que su amabilidad puede ser vista como una taimada estrategia; sin embargo, puestos a elegir, más vale conocer a un pacifista por conveniencia que a un depredador sincero.
La rebeldía es una de las mayores virtudes del ser humano, descendiente del mono y sus caprichos. Sin embargo, de vez en cuando deberíamos imitar a las especies que son agradables por supervivencia.