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Por Marco Antonio Díaz Valdés

Pasaron las semanas y los taínos se negaban habitar dentro de las murallas de la Isabela, donde habían enterrado a los soldados caídos. Los prisioneros de guerra entraban a rastras con gran terror de acercarse al sepulcro.

La mañana del 28 de abril penetró un horrible hedor a azufre por todo el fuerte, en la tarde de aquel mismo día se descubrió que ese hedor provenía del sepulcro junto a la capilla y al día siguiente Guacanagarix ordenó a toda la tribu Marién huir del fuerte y adentrarse de nuevo en la selva.

Los síntomas de “Sacale”, que sería el nombre que le darían los europeos en el futuro, no tardaron en llegar. Escamas verdes brotaron en los brazos y mejillas de los colonos, fuertes fiebres los mantenían en cama y los enfermos suplicaban a sus cuidadores que les dieran más agua para aplacar el horrible ardor que sentían por dentro.

Construyeron campamentos de cuarentena, se administraron medicinas, hierbas de todo tipo y los frailes realizaron rezos y ayunos para que los enfermos recuperaran la salud. Pasaron semanas y después meses de la mayor agonía. El día 2 de Noviembre, más de cien españoles perdieron la vida. Al día siguiente se convocó una nueva junta en el centro del fuerte en donde se desató una acalorada discusión.

Ramón Pané, apoyado por, Bartolomé de las Casas, manifestó que era necesario cremar a los muertos por “la enfermedad de la serpiente”, argumentando que ésta se había originado en el sepulcro español. El fray Bernardo Boyl, por otra parte, argumentó que sería mejor enterrar a los muertos en un lugar alejado del fuerte alegando que así evitarían la propagación de la enfermedad y se les podría dar su digno entierro.

Colón dio un fugaz vistazo a todos los presentes en la junta: la mayoría estaba temerosa por la enfermedad pero todos se estremecieron a la sola mención de la cremación. Colón se decantó por la propuesta del fray Bernardo, los difuntos se envolvieron en mantas para evitar el contacto y poder llevarlos en procesión.

No pasó ni una semana cuando el horrible hedor volvió a penetrar en el fuerte. Colón ordenó la evacuación inmediatamente, y más de mil españoles salieron de la relativa seguridad del fuerte a la peligrosa incertidumbre de la isla. Bordearon leguas de distancia por la playa de La Española hasta llegar al viejo “Fuerte Navidad” con la esperanza de que la enfermedad no les alcanzara. Un ciclón azotó a los habitantes del Fuerte y para su horror el horrible hedor azufre volvió, pero con una potencia mayor.

Es ahí cuando llegamos a la fecha del 9 de marzo de 1496. El resto de los colonos supervivientes, por temor al contagio, construyeron piras funerarias y cremaron a sus muertos.

La colonización de la isla fue un fracaso rotundo y ya comenzaban los preparativos para llevar al resto de supervivientes nuevamente a España donde esperaban volver a estar seguros lejos de tan espantosa enfermedad. Colón se aseguró de llevarse consigo la legendaria lanza de Caonabao para mostrarle a la reina lo cerca que había estado realmente de llegar a China y por consiguiente a la India también y tenerla a manera de recordatorio constante de su promesa de pisar esas tierras desde el Atlántico.

Lo que no sabía el navegante genovés era que llevaba con sus tripulantes la enfermedad, originada del ganado de Abya Yala, que diezmaría a los habitantes de Europa, Asia y África por más de un siglo. Estos continentes se encontraron nuevamente asilados del Viejo Mundo por otro milenio hasta que el explorador Tezcacoatl Balam, buscando una nueva ruta que lo llevara hasta el Perú, llegó a la costa de Guinea.

Marco Antonio Díaz Valdés, vive en Irapuato gusta escribir en los géneros histórico y fantástico. Hace parte del taller de escritura creativa del IMCAR. 

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