Recuerdo entre las lecturas de mi adolescencia un artículo desopilante de Daniel Samper Pizano publicado en uno de sus recopilatorios de columnas del diario El Tiempo. Si mi memoria no me falla, (en vano he intentado rastrearlo en los buscadores sofisticados de la red) se llamaba “El pavoroso hueco de Belén” y aludía a los cráteres que pululaban en las calles de Bogotá a comienzos de los ochenta.
Un socavón descomunal aparece de pronto en el barrio de Belén del centro histórico y empieza a engullir lentamente calles, ratas, perros y manzanas. Las autoridades no saben cómo combatirlo y en un alarde de impotencia e imbecilidad hasta lo condecoran. Al final, el agujero con inigualable glotonería devora la ciudad y colapsa un fragmento colosal de la cordillera de los Andes, de manera que Cáqueza, pueblo a 60 kilómetros de la capital y a 1.742 metros de altura, se reubica a nivel del mar. En la imaginación de Samper sólo sobreviven dos o tres cosas, el artículo de periódico donde se afirmaba que el agujero no representaba peligro alguno, un trozo de la cinta que se había cortado en su inauguración como atracción turística, y claro, las tijeras que realizaron el corte.
En México, son ya icónicos el socavón de Santa María Zacatepec, Puebla, aparecido el 29 de mayo de 2021, en un terreno de cultivo, que abarca 126 metros de diámetro y 45 metros de profundidad. Maravilla natural y, como su homólogo literario colombiano, funge por el momento como atracción turística. Menos glamoroso pero más impune, el socavón del Paso Exprés de la Autopista del Sol, que el 12 de julio de 2017 engulló el Jetta de Juan Mena Ruiz, de 59 años, con su hijo Juan Mena Romero, de 33. Ambos permanecieron enterrados durante horas y fallecieron ante la negligencia de las autoridades para rescatarlos. A siete años de lo ocurrido aún no hay castigo para los responsables.
Las anheladas lluvias no sólo han revitalizado a la vegetación, también ablandan el suelo y dejan al descubierto las debilidades de nuestras infraestructuras, es decir de lo que yace bajo el suelo que pisamos. En las últimas semanas hay noticias de socavones tan espontáneos como espantables en Silao, San Andrés Cholula, Zapopan y la carretera Tenango-Tenancingo. Tampoco los ricos están exentos: la exclusiva colonia Bosque Real en Huixquilucan, Estado de México, reporta un socavón ocasionado por el drenaje profundo que sólo será reparado en su totalidad hasta el próximo año.
A esta ilustre lista de hundimientos se sumó Irapuato la mañana de ayer. En la calle Altamirano, en pleno centro histórico, una joven madre con tres de sus hijos menores quedó atrapada en su camioneta entre el fondo del portentoso agujero y un camión repartidor de Coca-Cola que quedó semienterrado. Por fortuna, el rescate fue casi inmediato y no hubo heridos de gravedad. No se sabe aún a ciencia cierta el porqué de este hundimiento que abarca prácticamente los dos carriles de circulación sin morder siquiera la banqueta, entre dos edificaciones centenarias, el Santuario de Guadalupe y la casa de Iturbide que fungió hasta hace unos años como Sanborns.
Las imágenes que en pocos minutos se han vuelto virales, nos sirven de advertencia; debemos desconfiar de la solidez del suelo que pisamos. También de recordatorio de que la obra pública genera responsabilidades en quienes las ejecutan y que, aunque quizás algún hábil funcionario haya pensado en condecorar este exabrupto o usarlo como nuevo atractivo turístico, a los ciudadanos nos gustaría saber a qué se debió y quiénes pueden resultar culpables por ello.
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