Marx comentó que sus libros se someterían a “la crítica de los roedores”. No se refería a sus adversarios ideológicos, sino a los ratones que tarde o temprano se hacen cargo de las bibliotecas. 

Los insectos sociales son oponentes más temibles, por su capacidad de organización y ocultamiento. La colonia central vive bajo la tierra o en un tronco seco del jardín mientras sus expedicionarios se adentran secretamente en la casa en busca de papel y madera. Una vez descubiertos, resisten con el temple suicida de los samuráis. No hay fumigador que no admire a las termitas.

Cada diez años enfrento una oleada invasora. La primera señal del enemigo suele ser un montoncito de aserrín; la segunda resulta más dramática: revuelvo pilas de manuscritos y descubro que han sido “corregidos” por criaturas invisibles. Una década de escritura es digerida por las termitas.

Eliminar a ese adversario requiere de medidas casi militares. Tuvimos que dejar la casa para que una bomba de gas se hiciera cargo del asunto.

Pasamos unos días con mi madre, donde nuestros propios hábitos alimenticios produjeron otro sobresalto. Cenábamos en la cocina cuando ella quiso buscar un refresco en el refrigerador, tropezó con una silla y sufrió una caída de la que no pudo levantarse. A sus 91 años conoce perfectamente sus limitaciones: “Llamen una ambulancia”, solicitó con toda calma.

Mientras esperábamos, le ofrecí un trago del refresco que no había podido alcanzar. Cuando no sabes qué hacer, el azúcar te parece un remedio prodigioso. Mi madre no quiso tomar nada; sin embargo, cuando los camilleros entraron a la cocina, pidió que subiéramos con el refresco a la ambulancia.

Rechazó beber en el trayecto, pero no se desprendió de la botella. Ingresó a Urgencias en camilla y un paramédico nos aconsejó que ocultáramos el refresco porque no siempre dejan que los pacientes entren con bebidas.

Mi madre se sometió a una operación de reemplazo de cadera. Las prioridades médicas hicieron que la bebida pasara a segundo plano, como un parco testigo de los hechos. Si yo ofrecía un trago, mi madre invariablemente rechazaba. En algún momento sugerí que tiráramos la botella (había sido abierta unos días antes y perdía el gas), pero mi madre se negó. Ciertas cosas valen porque no te desprendes de ellas. El envase familiar ya era un símbolo.

Mi hermana Carmen se hizo cargo de los trámites de salida mientras yo acondicionaba un cuarto en mi casa. Carmen vive en Guadalajara y había llegado al hospital después que yo. Pensé que sería ajena al magnetismo de ese refresco que nadie bebía pero debía estar ahí; sin embargo, al llegar a mi casa, dijo en tono cómplice: “Traje la botella”. Aunque el contenido del envase ya era una vulgar agua azucarada, su fuerza hermética resultaba incontrovertible. Mi madre se había fracturado en busca de ese esquivo y a la vez ubicuo objeto del deseo.

¿Qué hacer con nuestro repentino talismán? ¿Debíamos dejarlo para siempre en el refrigerador como un peculiar emblema del destino? Sentí que no éramos nosotros quienes guardábamos el refresco, sino el refresco el que condicionaba nuestras acciones. No podía abrir el refrigerador sin percibir una negra profecía: “Puedes ser el próximo”. Para acabar de una vez por todas con la inquietud propuse que celebráramos una comunión.

El motivo del accidente se transformó en nuestro elíxir. Nadie se atrevió a hacer un brindis, pero bebimos con cierta solemnidad. Aunque el líquido sabía horrible, revelaba que estábamos a salvo.

Mientras tanto, la naturaleza continuaba sus rondas. Entramos al estudio donde habían soltado la bomba de gas y al revolver los apuntes para una novela vimos el pulular de las termitas que seguían devorando mis papeles. También ellas se habían salvado.

Algo diferenciaba las dos supervivencias. Los insectos sociales actúan con mudo pragmatismo, sin necesidad de signos que los convenzan de su tarea. Cavan delicados túneles en la madera sin otra motivación que su existencia.

Más frágil, nuestra especie requiere de creencias y supersticiones para hacer las cosas. Conjuramos la adversidad con un crucifijo, un trébol, una camisa de la suerte, y ante una emergencia dotamos de magia a objetos insignificantes. Olvidamos dónde pusimos los lentes y dónde quedaron las pantuflas, pero no perdemos de vista la botella de plástico por la que nos jugamos la vida.

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