Sabemos, por el incontestable ejemplo de Cervantes, que se puede aprender a escribir. También, que no hay método para lograrlo. El único apoyo certero consiste en leer con la pasión con que ensaya una bailarina o entrena un futbolista.
En ese proceso, ciertos libros te tocan como si estuvieran hechos para ti. Hacia 1973 decidí poner la vida por escrito y entré al taller literario de Miguel Donoso Pareja. Cuando el maestro supo que me interesaban los cuentos entre lo real y lo fantástico de Cortázar y el ruidoso mundo contracultural de José Agustín, me recomendó al chileno Antonio Skármeta. Leí con devoción El entusiasmo, Desnudo en el tejado y Tiro libre, libros protagonizados por jóvenes que exploran los códigos secretos de la experiencia y buscan momentos iniciáticos, dignos de ser historias.
En 1981 me mudé a Berlín Oriental. Después del golpe de Pinochet, Skármeta vivía en la parte occidental de la ciudad. Un día habló a la Embajada de México, donde yo trabajaba, porque necesitaba una visa. Tuve la suerte de atenderlo y trabamos una amistad que se prolongó hasta su muerte, ocurrida hace unos días.
El autor que había sido la sombra tutelar de mi primer libro, La noche navegable, me pareció tan sorprendente como sus relatos. Con picardía, le quitaba gravedad a cualquier asunto. En un oficio de gente apesadumbrada, donde la inteligencia se prestigia con el pesimismo, ejercía una alegría desafiante y contagiosa.
Jamás lo oí quejarse del exilio. Cuando volvió a Chile, lo primero que hizo fue montar un taller para apoyar a jóvenes escritores. Gracias a él, supe de Francisco Mouat, Rafael Gumucio, Carlos Franz, Gonzalo Contreras y muchos otros. Con la misma generosidad, dio a conocer a numerosos colegas en su programa de televisión, El show de los libros. Dedicó una emisión a nuestra literatura que comenzaba en los canales de Xochimilco, a bordo de una trajinera, en la que él preguntaba como un marino extraviado: “¿Dónde queda México?”.
Aficionado al futbol, escribió una estupenda novela sobre el golpe de Estado en Chile visto por un joven delantero: Soñé que la nieve ardía. Pero fue en los hipódromos donde encontró su mayor pasión deportiva. Cuando ganó suficiente dinero, lo desperdició en plan romántico: compró un caballo llamado Malagón que, una y otra vez, llegó a la meta orgulloso de su séptimo lugar.
Cuando lo visité en Chile, a fines de 1994, me recibió con estas palabras: “Llegas a tiempo para el concurso de twist”. Con la luminosa complicidad de su esposa, Nora Preperski, Antonio organizaba fiestas en las que el más divertido era él mismo. En aquella ocasión dedicó días a planear una competencia en la que fungió como maestro de ceremonias. Había tomado clases en el Actor’s Studio de Nueva York y lo demostró al encarnar a un personaje de su invención: un polaco que promovía el twist en el sur del mundo. Lo más sorprendente fue su entrega para entretener a los demás, demostrando que no hay nada más serio que el juego.
El exilio alejó a Skármeta del contacto con la calle y la cultura popular que marcó sus primeros cuentos. De las atmósferas rebeldes pasó a tramas directas y eficaces. No fue casual que sus novelas Ardiente paciencia (republicada como El cartero de Neruda), Matchball y El baile de la victoria conectaran con el gran público.
La literatura es una actividad extraña en la que todos quieren tener lectores pero desconfían del que lo logra. Para ciertos críticos, Skármeta cayó en pecado de éxito. En sus versiones para radio, teatro, cine, novela y ópera (compuesta por el mexicano Daniel Catán y dirigida por Plácido Domingo), El cartero de Neruda se convirtió en un acontecimiento que incluso bautizó restaurantes (uno de ellos en Nueva York: Il Postino).
En el año 2000, durante el gobierno de Lagos, Skármeta fue embajador en Alemania. Lo visité en esa época una tarde de otoño. Estábamos en su terraza, hacía frío y yo iba mal abrigado. Entonces me dio un suéter de su talla, XL, y no permitió que se lo devolviera. Ese gesto lo define: Antonio vivía para regalar.
Hace dos años, de nuevo en Chile, cené en su casa. A pesar de padecer Alzheimer, me reconoció. Hablaba poco, pero sonreía como siempre. De pronto, se apartó de la mesa y regresó con una botellita de salsa picante para su amigo mexicano.
Antonio podía olvidar muchas cosas, pero no la manera de hacer felices a los otros.