Territorio del deslumbramiento, Japón fue descrito por el semiólogo Roland Barthes como El imperio de los signos. El viajero enfrenta ahí una marea de códigos que piden ser descifrados. La ultramodernidad sorprende tanto como la supervivencia de costumbres ancestrales. En el barrio de Shibuya, núcleo hiperactivo del Tokio comercial, los oficinistas cruzan la calle con la premura de quienes persiguen una meta imperiosa; mientras tanto, en el teatro Noh se cultiva una estética de la lentitud; en los templos shintoistas, los monjes trazan delicadas caligrafías que ya sólo pueden ser leídas por eruditos de barba fluvial y en los estacionamientos los autos son estacionados por máquinas. Para el recién llegado, el presente aparece como la zona experimental donde lo milenario asombra tanto como los atisbos del porvenir.
Dentro de poco, iniciará su recorrido un tren de alta velocidad impulsado por magnetismo que prescindirá de piloto y se hablará de él con el mismo asombro con que hace cincuenta años se habló del Tren Bala.
La automatización y la robótica avanzan en una sociedad que no pierde la ritualidad en los gestos cotidianos (de la ceremonia del té a la forma de envolver regalos) ni la pasión por los juegos infantiles (cada empresa tiene su mascota, de cada mochila escolar cuelga un muñeco y los cubículos de los más insignes profesores albergan un peluche).
En cuatro visitas a lo largo de otras tantas décadas he tenido la impresión de llegar a un sitio radicalmente desconocido, donde lo incomprensible resulta placentero y donde el único aspecto vulgar eres tú mismo.
El entusiasmo de estar ahí no impide estar al tanto de la crisis relativa que afecta a la isla más activa del mundo. Entre otras cosas, el yen ha perdido fuerza, el tradicionalismo frena la innovación y la equidad de género sigue siendo una utopía. Estos temas, que desvelan a los expertos en asuntos asiáticos, escapan al marco de este artículo, dedicado a dar noticia de un mínimo descubrimiento.
Japón me enfrentó al objeto que tantas veces ha determinado el choque de culturas: un espejo. Al salir de la regadera vi mi rostro con inaudita nitidez; una inesperada tecnología ha creado el espejo refractario al vapor. Sin embargo, lo más sorprendente es que esa magia no abarca la superficie entera. Sólo una parte del espejo queda libre de vaho. El contraste resalta la fuerza del artilugio.
Japón despierta una tentación de aprendizaje tan intensa que el visitante cree recibir lecciones que acaso no están ahí. Me pareció que la experiencia de verme y no verme reflejado exigía una interpretación. ¿Qué significaba el espejo mixto?
Recordé el más célebre de los jardines de arena, en el templo Ryoanji de Kioto. Creado hacia 1500 por el monje zen Tokuho Zenketsu, ese espacio carece de plantas y consta de quince rocas rodeadas de piedrecillas blancas que un paciente rastrillo ordena en círculos concéntricos. Las quince rocas no pueden ser vistas desde ningún punto fijo; están ahí, pero la mirada no logra atraparlas.
Metáfora del todo y sus inabarcables partes, símbolo del cielo en el que sobresalen los montes (la tierra que los explica está abajo) o de las islas unidas por el mar donde lo individual cobra sentido por lo colectivo, el Ryoanji desata reflexiones. Ya Italo Calvino dejó unas páginas memorables al respecto en su libro Palomar.
Acaso el monje que ideó el más austero y elegante de los jardines también concibió un futuro en el que ese remanso de paz sería rodeado por su opuesto, el caos que en nuestro tiempo llega con la cháchara del turismo en masa y confirma la necesidad de que una especie imperfecta se perfeccione con el zen.
Adiestrado por el jardín, pensé de otro modo en el espejo del hotel de Kioto. Más allá de la comodidad de no tener que pasar la toalla sobre la superficie empañada, ¿qué sentido tenía ver mi rostro rodeado de un contexto vaporoso, donde se vislumbraban sombras de colores? Peinarse se convertía en un acto necesariamente reflexivo. Lo visible es la excepción en un mundo difuminado: lo que se ve importa por lo que no se ve.
Quien practica el zen no necesita buscar el yin y el yang en un espejo que se empaña y no se empaña. Sin embargo, la literatura admite hipótesis menores: todo espejo es un oráculo y el milagro de reconocer un rostro no es inferior al de desconocer el mundo que lo rodea.