La República, desde su origen romano, es la organización política que racionaliza, divide y pone límites al poder, impidiendo su concentración. En México, ese orden está plasmado en las constituciones que nos han definido como una República, Representativa, Democrática y Federal, donde las instituciones se obligan a respetar y garantizar las libertades individuales y los derechos humanos. Ese orden de doscientos años ha sido destruido.

No es “el pueblo” quien decidió acabar con la República. Ese nunca ha sido el sentido de la democracia. Quien a nombre del pueblo se ha arrogado el derecho a cometer esa infamia ha sido la abusiva e ilegítima mayoría legislativa. Lo ha hecho obedeciendo el designio del Ejecutivo anterior (avalado por el actual) en connivencia con autoridades del INE, el Trife y cuatro ministros de la Suprema Corte de Justicia.

Es hora de recordar la historia de nuestra República. A decir verdad, solo en tres breves períodos la honramos en fondo y forma. Uno en la segunda mitad del siglo XIX, otro a principios del XX. El más reciente duró de 1997 hasta el pasado 5 de noviembre, fecha en que recibió el tiro de gracia.

El primer ensayo se conoce como la República Restaurada. Entre 1867 y 1876, hubo división de poderes, garantías individuales amparadas por la autonomía del Poder Judicial, elecciones libres, un federalismo efectivo y plena libertad de prensa. Su personaje representativo fue el licenciado Benito Juárez. “El cumplimiento de la ley ha sido siempre mi espada y mi escudo”, escribió. Por eso releía La conjuración de Catilina, libro del historiador Salustio (siglo I a. C.) sobre el episodio que cimbró, pero no derrumbó a la República romana. A nuestra República la derrumbaría el césar mexicano: Porfirio Díaz.

Díaz gobernó (con un interregno) por más de tres décadas. Hubo una especie de paz augusta, orden interno y progreso material. Se produjeron códigos de varia índole y hubo una práctica civil del derecho, pero se desconocía la Constitución y el derecho político todo. Las elecciones eran trámites. Se cuidaban las formas, se relegaba el fondo. Aquello era “una monarquía con ropajes republicanos” (Justo Sierra).

Contra ese régimen estalló la revolución de 1910. Su líder, Francisco I. Madero, quería restaurar la Constitución de 1857. La revolución triunfó bajo el lema “Sufragio efectivo, no reelección”. Hubo elecciones libres, tras las cuales Madero presidió un gobierno apegado a la ley. Sobrevivió escasos quince meses. En febrero de 1913 concluyó, bañado en sangre, el segundo ensayo republicano en México.

Una nueva revolución se propuso reivindicarlo. Significativamente se denominaba constitucionalista. Su choque con otros movimientos llevó a una cruenta guerra civil, pero en 1917 las principales corrientes lograron una síntesis creativa en una nueva Constitución de inspiración liberal y social.

Nuevamente, hubo décadas de paz, orden interno y un progreso material no despreciable acompañado por la fundación de sólidas instituciones públicas de atención a la salud, la educación y la cultura. Se amplió la enseñanza y la práctica del derecho. Se respetaron las formas, pero el fondo de la Constitución volvió a ser letra muerta. Las elecciones eran trámites. Aquello era “una monarquía absoluta, sexenal, hereditaria por la vía transversal” (Cosío Villegas).

El tercer ensayo republicano se pactó por iniciativa del presidente Ernesto Zedillo. Con el acuerdo de todos los partidos, se consolidó un Instituto Federal Electoral en manos ciudadanas. Se renovó el Poder Judicial, otorgándole plena autonomía. Hubo pluralidad legislativa. La libertad de expresión fue sustancial.

Amparado en ese orden, en 2018 llegó al poder un nuevo régimen que no respeta ni el fondo ni la forma republicana. Sencillamente no cree en el derecho. O más bien, cree que el poder es derecho: su derecho. En seis años y a un costo gigantesco, arrasó con buena parte del edificio institucional del siglo XX y consumó la destrucción del legado republicano del siglo XIX. La concentración de poder -¿bajo el mando de quién?- es total. Las libertades individuales están al arbitrio de ese poder y los derechos humanos, desprotegidos.

¿Renacerá por cuarta vez nuestra República? Dependerá de las generaciones futuras. Y éstas dependerán de nuestra capacidad de dejar testimonio de la verdad: ni los emperadores romanos pudieron borrar la voluntad republicana.

 

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