En la literatura de Álvaro Pombo la originalidad resulta natural y la irreverencia se convierte en una forma de la comprensión.” 

 

El Premio Cervantes pertenece a una curiosa rama del atletismo: consagra a los exagerados que en la vejez aún compiten en el maratón existencial. García Márquez no lo recibió por falta del requisito geriátrico; tenía 54 años cuando la Academia Sueca se adelantó a darle el Nobel y el maestro se negó a recibir otro galardón. Juan José Saer, Ricardo Piglia y Eugenio Montejo no llegaron a esa meta, por no hablar de Roberto Bolaño, muerto a los 50 años. Si los cardiólogos solicitan una “prueba de esfuerzo”, el Cervantes juzga tanto el talento como el mérito, acaso superior, de seguir en pie de guerra.

Todo esto para decir que el excepcional Álvaro Pombo acaba de conquistar a los 85 años un premio que merecía hace tiempo. Cuando ingresó a la Academia de la Lengua, en 2004, festejó que España mudara de voz y de colores gracias a la inmigración y esta semana dijo que el español es una lengua de “muchas patrias”. Pocas narrativas son tan incluyentes como la suya. Relatos sobre la falta de sustancia aborda la homosexualidad que no pudo decir su nombre durante la dictadura franquista, pero que se ejerció con callado y satisfactorio heroísmo. Sin embargo, como señaló José Luis Aranguren, sus cuentos de “mayor ajetreo sexual” son protagonizados por heterosexuales. Ninguna actitud sensual o psicológica escapa a Pombo, según confirman sus novelas Aparición del eterno femenino y Donde las mujeres, que voces que van del recato a la excentricidad. 

Lo conocí el 23 de abril de 2002 durante la fiesta de Sant Jordi en Barcelona. Entre los puestos para firmar libros reconocí su rostro de pastor protestante (espejuelos, barba sin bigote, poderosas patillas). Esa mañana, el autor de El metro de platino iridiado se protegía del sol con un sombrero de tres picos hecho con un periódico: las noticias le servían de prenda ocasional.

Por la noche vimos el clásico Real Madrid-Barcelona en compañía de amigos. Cada vez que la cámara enfocaba al entrenador Vicente del Bosque, Pombo exclamaba: “¡Qué hombre admirable!”. El partido, de cuyo resultado no quiero acordarme, no impidió que el novelista discurriera sobre los límites del lenguaje. Formado como filósofo, habló de un tema que colinda con la teología: lo inefable. ¿Hasta dónde se puede decir algo? A diferencia de los narradores que privilegian la acción y la exterioridad, él ha buscado la subjetividad sin extraviarse en espesuras ensayísticas. No es casual que repita un refrán de la Edad Media: “Dios concedió a las mujeres la gracia de ser interiores”; tampoco, que sea un peculiar traductor de mentalidades. Además, vivió largos años en Inglaterra, donde se familiarizó con el trasvase de idiomas. Mientras Zidane conjugaba la gramática del balón, Pombo remató su argumento: “La única condición para que algo se pueda traducir es que eso sea una palabra”. Acto seguido, tomó un pincho que se le fue al estómago con todo y palillo. Yo estaba a su lado y me dijo: “Golpea mi espalda”. Intimidado, le di una palmada suave. Se puso en pie tosiendo y exclamó: “Esto no es lo peor que me ha pasado: ¡he vivido en Inglaterra!”. Temimos por su suerte hasta que una amiga le propinó el golpe necesario. Recuperado, habló de la fuerza de las mujeres, de la obsesión de sus amigos gay por “marcar paquete” en vez de abordar temas más profundos como la adopción y de sus alocadas excursiones como ciclista.

Establecimos una amistad que se reforzó por la novela que él preparaba, Una ventana al norte, sobre una mujer de Santander que participa en nuestra Guerra Cristera. Pombo había leído las obras de Jean Meyer y le conseguí la serie del documentalista Nicolás Echevarría, que le sirvió, según cuenta en el epílogo de esa obra, de principal aliciente para encontrar el tono de su historia.

Cuando estuvo en México poco después, se hospedó en un hotel del centro. Salió a la calle y caminó entre danzantes aztecas hasta llegar a un mercado donde compró un cortaúñas chino. Respiró el incienso del copal, oyó ruidos raros y el cortaúñas se deshizo entre sus dedos. Abrumado por esos estímulos, volvió a su hotel y llamó a mi casa: “México es demasiado complejo: necesita ser leído”. Con estas palabras se sometió a encierro de lector.

La literatura de Álvaro Pombo es el sitio donde la originalidad resulta natural y donde la irreverencia se convierte en una forma de la comprensión. 

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