Creemos que la historia siempre avanza hacia adelante, que los cambios políticos y sociales se dan como en el conocimiento científico: siempre hacia adelante. La semana pasada quedó demostrado que no es así. La Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos eliminó la protección que daba la ley Roe a las mujeres para decidir si continuar su embarazo o no. 

Después de medio siglo, los mensajeros del pasado tratan de posesionarse del vientre de las norteamericanas. Con ello inician una guerra política que augura malos resultados para todos. 

En principio nadie puede estar a favor del aborto, es decir, de terminar el milagro vital de la concepción. Pero tampoco nadie tiene el derecho de decidir por la mujer y el destino de su cuerpo. Menos convertirlo en un asunto judicial como sucedía hasta hace pocos años en Guanajuato. Ahora nos parece inconcebible que durante el sexenio de Juan Manuel Oliva tuviéramos mujeres en la cárcel por haber abortado. A la tragedia personal, sumaban la picota social y la pérdida de libertad. Una página oscura en nuestra historia. 

Las sociedades avanzadas legislan en favor de la mujer y dan pleno derecho al aborto. Primero fue bajo condiciones de riesgo de vida de la madre, por violación o estupro. Luego se convirtió en derecho universal en los países donde hay mayor igualdad de género. En México, el avance es desigual. Como en Estados Unidos, hay sectores conservadores que luchan “en favor de la vida”, sí, pero en el vientre del prójimo, un espacio sagrado de cada mujer. Los sectores progresistas feministas de nuestro país tienen razón en decir que el respeto a la decisión de la mujer no es un asunto que deba “votarse” o que deba decidirse por mayoría como sucedió en Argentina hace unos meses cuando cambiaron la ley a favor de la libre decisión. 

La vida es un milagro, diga si no: cada uno nacemos de una posibilidad entre 11 millones en la concepción. Si nuestros padres fueron también, cada uno, una chance entre esos mismos once millones, en tan sólo dos generaciones las calculadoras dicen que somos una posibilidad entre 10 elevada a la 33. Si seguimos a la tercera generación, los números se pierden y si continuamos hacia los bisabuelos, resulta que nuestra posibilidad de ser quienes somos se acerca a uno entre el infinito. Somos casi infinitamente no posibles, aún así, somos. 

Pero esta reflexión, ¿dónde cuadra con el llamado derecho a la vida o derecho a decidir de la mujer? Ese milagro vital tendrá que evolucionar hacia un mayor humanismo. Dicen especialistas sociólogos que la revolución más grande de nuestros días en los países occidentales es el avance de la mujer, su liberación e igualdad de derechos. Añadiría que otra revolución igualmente valiosa es el reconocimiento y respeto a la diversidad de género. Dos temas inimaginables cuando nacimos a mediados del Siglo XX. Buena parte del avance femenino es el derecho de decidir sobre su cuerpo, sobre gestar o no un descendiente. 

Quienes luchan por el derecho a la vida muestran el milagro de la gestación con el palpitar acelerado del corazón en las primeras semanas. Tienen razón en procurar su protección, pero no la tienen al querer decidir sobre el cuerpo de otro ser humano cuyas circunstancias desconocen y desprotegen. (Continuará)

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