Luis Echeverría fue un mal hombre y por tanto un mal presidente. Los grandes estadistas por lo general son buenas personas, pueden tener defectos de carácter pero al final deben tener un alma humanista.
Al ex Presidente, que quiso convertirse en el “líder del Tercer Mundo” y gastó el patrimonio de los mexicanos para lograrlo, lo recordaremos como un hombre mezquino y criminal. Su participación en las dos masacres de estado contra estudiantes nunca la olvidará nuestra historia. Sus manos se bañaron de sangre inocente.
En 1968 obedeció la orden de Gustavo Díaz Ordaz de frenar las manifestaciones de estudiantes con el uso del ejército en Tlatelolco. En 1971 envió a los “halcones” paramilitares a reprimir otra manifestación sin piedad. En la película ganadora del Oscar, Alfonso Cuarón pudo recrear el evento con extraordinario realismo. Como siempre, echó la culpa al jefe de Gobierno del D.F., Alfonso Martínez Domínguez, cuando un hecho de esa magnitud nunca se hacía sin la autorización de Los Pinos.
Echeverría era receloso de cualquier otro poder, de cualquier otro hombre brillante que pudiera hacerle sombra. A Juan José Torres Landa, el mejor gobernador que ha tenido Guanajuato, lo exilió en la embajada de Brasil. A Hugo B. Margain lo quitó de la Secretaría de Hacienda cuando el funcionario le dijo que el país no debía emitir más dinero y deuda, que sería un error. Lo envió de embajador al Reino Unido y nombró a José López Portillo en su lugar. Una decisión fatal.
Echeverría fue un hombre corrupto. Tenemos pruebas en Guanajuato con el destino de nuestra Casa Colorada en la capital. Luis H. Ducoing, para complacerlo, le entregó una construcción extraordinaria cerca de El Pípila para su “Centro de Estudios del Tercer Mundo”, inmueble que luego pasó a ser de su propiedad sin haber pagado un céntimo. Se la robó.
El ex Presidente, de ceño severo y mirada vacía, de larguísimas peroratas, enfrentó a los empresarios mexicanos con la sociedad civil. Atacó al Grupo Monterrey por su éxito y valía. Tenía un resentimiento tremendo con aquellos que alcanzaban el éxito, salvo de sus empresarios socios y allegados.
Odió a sus amigos cuando no se sometían a sus alucinaciones. A Julio Scherer, entonces director de Excélsior, le hizo la guerra hasta expulsarlo de la cooperativa editorial porque se atrevía a hacer periodismo libre y no se arrodillaba ante su poder.
El hombre se enriqueció por medio de concesiones, adquisiciones de medios de comunicación y otras corruptelas típicas de los presidentes. Fue el primer sexenio donde las instituciones perdieron sobriedad, cuando lo mismo se volcaba en apoyos a Salvador Allende y a Fidel Castro, que exterminaba la guerrilla de izquierda.
Gustavo Díaz Ordaz reconoció que el peor error de su vida había sido convertirlo en Presidente porque lo traicionó desde la campaña cuando pidió un minuto de silencio por las víctimas del 68, cuando él había sido el brazo ejecutor.
México tuvo un antes y un después. Pudimos tener un destino parecido a Corea del Sur pero perdimos la estabilidad económica lograda durante dos décadas; tuvimos que comenzar de nuevo en 1976 cuando su gobierno “había gastado los ahorros de abuelita”, según don Antonio Ortiz Mena, el artífice del crecimiento sostenido de los sesenta. Ayer el periódico Reforma sólo llevaba una pequeña condolencia de un octavo de página de la familia Farrel. La historia lo juzgó y nadie lo extrañará.