Hubo tiempos en los que se confiaba en mitos y cosmogonías para explicar el brote de una flor o el carácter de una persona. La superstición y las religiones tranquilizan sin necesidad de ser comprobadas. En ese contexto, la armonía depende de no pasar la sal de mano en mano o asistir a misa de domingo. 

La ciencia pone en tela de juicios esas prenociones y demuestra que no hay nada más racional que hacer preguntas. Como no todas tienen respuesta inmediata, el conocimiento sucede en el campo de la incertidumbre, lo cual explica que tantos especialistas estén nerviosos.

El problema de entender la realidad es que luego hay que sobrellevarla. Aun así, vale la pena conocer los males hasta sus últimos horrores. De nada sirve imitar al avestruz o asumir el oscurantismo de quienes afirman en internet que la tierra es plana y las vacunas dañinas. Dicho esto, me atrevo a proponer que nos alejemos un poco de lo real. 

Durante milenios el arte se inspiró en sucesos verdaderos para representarlos de manera fantasiosa. En los Países Bajos, la Adoración de los Reyes podía ser ubicada en un paisaje nevado: el Niño Dios recibía sus emblemáticos regalos mientras el pueblo patinaba en hielo. La imagen no se consideraba inverosímil, pues todo mundo sabía que la pintura construye otra realidad. 

Los actores del cine mudo sobreactuaban porque a nadie se le ocurría que lo que pasaba en una pantalla fuese natural. El espectador aceptaba la convención de estar ante algo ilusorio, del mismo modo que en el teatro admitía que un arco de cartón simbolizara la entrada a un castillo.

En sus orígenes, la televisión contó historias tan desaforadas como las del cine mudo. Repasemos los programas en blanco y negro de los años sesenta. Ningún productor contemporáneo aceptaría tramas como éstas: un caballo que habla, un ama de casa que hechiza moviendo la nariz, un espía con un teléfono en el zapato, un marciano que vive en un garaje, un delfín que resuelve problemas familiares, una isla donde los náufragos viven de maravilla, una expedición espacial en la que se coló un ruso. Esos programas tenían una alta consideración del ser humano: lo creían capaz de disfrutar de asuntos rigurosamente imaginarios. 

Todo cambió a fines del siglo XX, cuando la tecnología desató la mayor sed de realidad que ha conocido la especie humana. La televisión a color, los rodajes en exteriores y, sobre todo, el apetito de veracidad, hicieron que el arte imitara la vida. Si un personaje cenaba, la sopa debía tener una mosca. 

El realismo se transformó en la ideología dominante, según demuestra el paso de la época de oro de la televisión a la época de oro de las series, cuando aparecieron Los Soprano, The Wire, Six Feet Under o Breaking Bad. Estas indiscutibles obras maestras se acercan a la realidad con un criterio forense; no buscan que el espectador admita un mundo inventado; le entregan datos incontrovertibles: la autopsia de un personaje, las secreciones que incriminan a otro, testimonios provenientes de juzgados, hospitales, funerarias, los sitios donde suceden las últimas cosas. 

La pasión por copiar lo real ha cambiado las más módicas costumbres. Quienes hacen una entrevista en televisión piden al entrevistado que se pase el cable del micrófono bajo la camisa para que luzca “natural” (¡como si el espectador no supiera que se trata de un programa!).

Llego al núcleo de mi argumentación: el arte corre el riesgo de mimetizarse con el entorno al grado de no aportarle nada nuevo. En México, el desafío no es que alguien escriba una novela sobre el narco y la violencia, pues casi todas tratan de eso, sino que al escribir sobre el narco y la violencia también se hable de otra cosa. En el periodismo, el desafío no es ignorar las urgencias de la política, sino demostrar que el universo es un poco más amplio.

Una de las mayores lecciones de Tolstoi es que incluso en los momentos límite la vida multiplica sus posibilidades. En Guerra y paz, la batalla de Borodino no suspende las tramas paralelas de los personajes. El fuego no apaga los sueños, los amores, los anhelos, las oportunidades que se pierden pero se recuerdan. 

El cometido del arte no es imitar la realidad, sino atribuirle otras posibilidades. Ante la sobredosis de datos nada es tan rebelde como pensar que las cosas pueden ser distintas. Para cambiar el mundo hay que imaginarlo.

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