Ni en las más tétricas pesadillas del pasado despertamos para ver que el País avanzara hacia la militarización. Lo que acaban de hacer los legisladores de Morena es regresar 80 años el reloj, cuando el general Manuel Ávila Camacho fue el último presidente militar. Después de la Revolución, el PRI tuvo la sabiduría de eliminar la reelección (incluidos los maximatos) y separar al Ejército del mando civil. 

Los diputados y senadores saben que es una regresión, que entregar mayores tramos de poder y presupuesto al Ejército con el mando de la Guardia Nacional, descompone el delicado equilibrio guardado desde Miguel Alemán. Ellos saben que la seguridad interna no mejorará, conocen que es un atropello a la Constitución y entienden la traición implícita a las promesas de campaña, a las tesis que siempre defendió la izquierda de la cual surgió Morena. 

¿Por qué lo hacen y qué buscan? La interpretación más paranoica es que quieren ganar todo el apoyo del Ejército y la Marina para lo que se ofrezca en una elección cerrada. La versión ligera es que de verdad creen en el poder militar para sosegar al país. 

Lo indudable es la transferencia de un enorme poder al General Secretario en turno. Primero fueron los contratos de construcción del aeropuerto de Santa Lucía y el Tren Maya; luego la entrega de la administración de aduanas a la Marina y el aeropuerto Benito Juárez. Poco a poco vemos la presencia creciente de militares y marinos en la vida cotidiana. Pareciera un movimiento de un gobierno de derecha o ultraderecha que quiere perpetuarse en el poder. Ahora tendremos soldados y marinos vestidos de guardias nacionales vigilando calles, barrios y ciudades. 

Ajenos a las comunidades, mezclados con ex policías federales, tendrán una tarea formidable que puede revertirse. Hasta hoy el Ejército es una de las instituciones más confiables y admiradas por los ciudadanos. Su papel de apoyo y salvamento en situaciones de emergencia, su disciplina y lealtad al gobierno civil los distingue de otras instituciones a pesar de los eventuales excesos y crímenes en contra de civiles indefensos. 

Cuando iniciaba el sexenio, Alfonso Durazo, el entonces secretario de Seguridad decía que a Guanajuato habían envíado a 8 mil efectivos entre soldados y elementos de la Guardia Nacional. Nunca los vimos, y peor aún, no tuvimos resultados en la reducción de los homicidios dolosos, el robo a transporte o la extorsión. 

La inconsistencia de las decisiones sexenales trajeron confusión y corrupción. Con Felipe Calderón se fortaleció una Secretaría de Seguridad independiente; con Enrique Peña Nieto,  la seguridad interna se agrupó bajo el mando de la Secretaría de Gobernación y ahora va de rebote al mando militar. El “borrón y cuenta nueva” daña los proyectos a largo plazo en todas las tareas. Pasó en la salud pública, la educación, la seguridad y en casi toda la administración federal. 

Funcionarios vienen y van, proyectos se improvisan y después de seis años es volver a comenzar, como en el cuento de nunca acabar. Por dondequiera que se vea, la decisión de meter a los militares en la gestión del cuerpo de seguridad pública más grande del País, es un error que nos costará mucho enmendar. 

Nos costará en mayor presupuesto federal y menor participación a los gobiernos estatales y municipales; dará un poder excesivo al Ejército que podría ser una tentación totalitaria si se combina con un organismo electoral a modo, como el que administraba Manuel Bartlett para rellenar urnas y decretar sistemas caídos. 

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