Mi amistad con Jerónimo ha sobrevivido a tantos desencuentros que quizá se funde en ellos. Hace unos días me pidió que lo acompañara a Texcoco para cerrar un negocio en el que yo no tenía nada que ver. No quería aburrirse en la carretera y necesitaba que alguien lo mantuviera despierto en el camino de regreso, después de beber un tornillo de pulque. “Yo pago la barbacoa”, anunció, como si dijera lo que todos esperan oír.
Nuestra relación ha sobrevivido a una herida original de la que fui totalmente responsable. Hace cuarenta años rayé su disco favorito. Le había costado un esfuerzo enorme conseguir ese ejemplar de Blind Faith, me lo prestó y lo devolví como si lo hubiera escuchado con aguja de pedernal. En forma inaudita me perdonó. El título de aquel álbum se convirtió en un símbolo: la amistad puede depender de una fe ciega.
A partir de entonces, Jerónimo cometió toda clase de imprudencias sin que yo protestara en exceso, pues le debía un inmerecido perdón inicial.
Cuando pasó por mí para ir a Texcoco llevaba puesto su suéter blanco. Aquella prenda había sido mía. Se la presté, olvidando que su cabeza es del tamaño ideal para acabar con cualquier cuello de tortuga. Lo devolvió convertido en un tejido amorfo. “Quédatelo”, dije con dignidad (décadas después debo confesar que no me gusta el color blanco).
A media carretera, el suéter se convirtió en tema de conversación. Jerónimo se acaba de casar por tercera vez y ha cambiado de gustos televisivos. En una serie francesa, él y su mujer se enteraron de los “coordinadores de intimidad” que dirigen los movimientos eróticos de los actores para evitar que alguno se sobrepase. “Se me antojó algo”, dijo ella. Con una mezcla de ilusión y temor, Jerónimo pensó que contrataría a alguien para coreografiar sus cuerpos. Nada de eso: su mujer decidió coordinar la intimidad de su clóset.
Así encontró el suéter blanco, desgastado por los años y la gran cabeza de su marido. “¿Y esto?”, preguntó. Jerónimo contó la historia. “¡Tiene más años que yo!”, ella habló como si viniera de un planeta donde los textiles caducan.
“Es tuyo”, Jerónimo me dijo en la carretera. El viaje era un rodeo para devolver algo que había envejecido entre sus manos.
Empezó a llover, como una expansión de sus palabras.
Al pasar por las ruinas del nuevo aeropuerto perdimos la oportunidad de decir que también el futuro caduca. Guardamos silencio hasta que descubrí dos arcoíris en el cielo. Nunca había presenciado algo igual. “¡Mira!”, señalé el prodigio al fondo del horizonte. Un segundo después ocurrió el golpe.
“¡Me distrajiste!”, protestó Jerónimo. Con una lógica que sólo nosotros entendemos, contesté: “Quédate con el suéter”.
Bajamos a ver qué sucedía. Un borrego yacía sobre la tira de asfalto, los ojos cerrados y una gota de sangre en el hocico. Había muerto en el acto, dejando un rastro de lana en la defensa del coche.
Ya había escampado, pero unas gotas frías cayeron sobre nosotros. Nos quedamos inmóviles hasta que alguien gritó: “¡Roberto!”.
Era el dueño del borrego, un anciano que venía acompañado de tres o cuatro personas. Jerónimo sacó su cartera para resarcir el daño, pero el hombre dijo: “Era mi amigo, tú dinero no vale”. Se arrodilló frente al cadáver, limpiando sus lágrimas con manos encallecidas.
Una mujer me explicó que Roberto era un animal de compañía. Señaló una pequeña casa de monoblocs y techo de lámina a unos metros de la carretera, y emprendió el camino hacia ahí. La seguí maquinalmente.
Vi el cuarto del borrego, decorado con el mural de un campo florido que desembocaba en los volcanes. Jerónimo había atropellado lo más valioso de esa modesta vivienda. Y yo lo había distraído.
No llegamos a Texcoco. Pasamos la tarde velando al borrego. Varias personas llegaron a dar el pésame y a todas les pedimos perdón. De modo generoso, mitigaron nuestra culpa diciendo: “Roberto era muy correlón”. Alguien amable agregó: “y ya estaba viejo”.
El hombre había sido pastor de ovejas. En cada rebaño, salvaba a un ejemplar de la barbacoa. Roberto era el último de esa dinastía.
Entrada la tarde, nos ofrecieron caldo de borrego con toda naturalidad. A nadie se le ocurrió que Roberto pudiera servir para eso. Lo enterramos en forma solemne.
Al regresar a mi casa, Jerónimo me devolvió el suéter (“Lana virgen”, decía la etiqueta).
Supe que no lo volvería a usar, pero me dio un extraño gusto tenerlo.