A finales del 2002 los mercados financieros temblaban de miedo por lo que sucedería en Brasil con el arribo de un líder popular de izquierda llamado Inacio Lula da Silva. El gigante sudamericano había emitido deuda en la época de Enrique Cardoso para estabilizar su economía. Los bonos soberanos pagaban rendimientos de un 12% anual en dólares.
Con el triunfo del Partido de los Trabajadores, el líder sindical era un enigma. Los mercados iniciaron con temor reflejado en esos bonos. Cuando los inversionistas desconfían, venden y rebajan su valor. El temor era que un presidente de izquierda desconociera la deuda o quisiera fijar tasas arbitrarias o que cometiera cualquier otro error costoso para quienes tenían fe en Brasil.
El precio de los bonos comenzó a caer hasta llegar a la mitad de su valor original. Quienes desconfiaron y vendieron tuvieron una pérdida significativa. Los más serenos esperaron y vieron que al tiempo, cuando Lula da Silva entró en funciones, los bonos se apreciaron, primero hasta llegar al 100% de su valor nominal y después surgieron hasta un 129%. El mercado había premiado el buen desempeño económico y la sensatez del gobierno del Partido de los Trabajadores.
Entonces se hablaba del BRIC (Brasil, Rusia, India y China) o grupo de países emergentes con futuro ilimitado. Con la subida del valor de las materias primas (commodities), Brasil tuvo un despegue vertiginoso. Con Lula da Silva el ingreso promedio por habitante se triplicó en apenas 8 años y subió de 2 mil 800 dólares a más de 11 mil, según datos del Banco Mundial. Brasil llegó a ser la sexta economía mundial.
El boom trajo desajustes y una mayor corrupción en empresas paraestatales como Petrobras. La alta burocracia no resistió la tentación de lucrar con los ingresos extraordinarios del país, que abundaba en recursos y carecía de controles administrativos para contenerla. Algo que nos recuerda la época de José López Portillo y su falsa ilusión de “administrar la abundancia”. Ese fue el pecado.
La izquierda había logrado la increíble hazaña de capitalizar -sí capitalizar- la buena herencia de la estabilidad económica heredada de otro gran presidente: Fernando Henrique Cardoso. Al finalizar su mandato la popularidad de Lula da Silva llegaba al 80%. No sólo los empresarios vivieron una época de bonanza, el gobierno apoyó como nunca a la población más pobre con el reto de acabar con el hambre en el país con un proyecto llamado “Hambre Cero”. Más de 30 millones de brasileños salieron de la pobreza. A principio del sexenio de Enrique Peña Nieto, Rosario Robles, al frente de la Secretaría de Desarrollo Social, quiso repetir la hazaña e incluso invitó a Lula da Silva al sur mexicano para que fuera padrino de sus proyectos contra el hambre. La “estafa maestra” y la corrupción de Peña dieron al traste con ese esfuerzo.
La enseñanza de Brasil es clara: hay izquierdas cuerdas y progresistas, capitalistas y socialistas a la vez, que dan resultados. Felipe González del PSOE, (Partido Socialista Obrero Español), fue el primer líder que demostró lo que puede ser un buen gobierno de izquierda durante 14 años. Líderes unificadores, constructores de infraestructura, acuerdos y nuevas normas; líderes humanistas sin lastres ni resentimientos. Jair Bolsonaro, el presidente de derecha derrotado, nunca logró convertirse en el presidente de todos los brasileños. Al final le faltó el voto de quienes pudo haber convencido con menos mano derecha.
Fe de erratas. En un artículo anterior mencioné a Alejandro Rojas Díaz Durán como Alejandro Rojas Díaz de León. Ayer escribí “Sinfónica de Los Ángeles” cuando lo correcto era “Filarmónica de Los Ángeles”. La Fil, como debió ser. Usted disculpe.