Por lo que pudimos ver en la marcha de ayer, hubo de todo. Fieles seguidores de López Obrador entusiasmados por estar ahí, compartiendo con el Presidente el caminar por el Paseo de la Reforma. Imposible no apreciar sus rostros de júbilo.
También hubo muchos acarreados en cientos de autobuses y vans pagadas para llevar gente de casi todos los estados. Será difícil saber a cuántos “transportaron” y cuánto costó llevarlos y regresarlos a sus lugares de origen. Si consideramos que pudieron ser 300 mil acarreados a un costo promedio de 300 pesos (incluído lonche y bebida), el gasto sería de 90 millones, por lo menos.
La marcha fue criticada por la oposición como un ejercicio megalomaniaco del Presidente; los seguidores dijeron que fue resultado de la popularidad, cariño y apoyo del pueblo a su gobierno. Otros creemos que fue intrascendente. Cuando una marcha proviene de la oposición, cuando reivindica valores democráticos, lucha por libertades y justicia, tiene gran valor. Nadie lo sabe mejor que la izquierda mexicana, que usó las calles y las consignas que hoy todos corean para lograr la apertura. La marcha, promovida desde el gobierno, es un ejercicio de secesión nacional: “ustedes y nosotros”. Como si México pudiera partirse en dos.
En China hubo movilizaciones en todo el país. Después de tres años de encierro por el COVID, la gente finalmente estalló. Un incendio donde fallecieron 10 personas en la provincia de Xinjiang al oeste del país, provocó la ira de la población. La gente culpó al decreto de encierro por la tragedia. Reclaman el fin del encierro pero también la apertura a la democracia, la libertad de expresión, el voto y la aplicación de la ley.
Desde las manifestaciones de Tiananmén en 1989, China no había tenido tiempo de reflexionar o dudar de su sistema autoritario. El crecimiento económico fue espectacular. Ningún país había generado tanta riqueza en tan poco tiempo; jamás 700 millones de personas salieron de la pobreza en 25 años y jamás un país llegó a convertirse en potencia mundial en tan solo 40 años. No tenían mucho de qué quejarse. Hasta que llegó el COVID.
La pandemia los paró en seco en 2020. Desde entonces la vida cambió en las grandes ciudades con encierros que llegan a ser de hasta 100 días; con negocios quebrados, desempleo y, sobre todo, desesperanza de no saber cuándo va a terminar el problema. Cierto que han contenido la mortalidad y pudieron minimizar la hospitalización de cientos de millones de ciudadanos. Xi Jinping, el autócrata recién electo por el Partido Comunista para un nuevo periodo de 5 años, presumía que su invento era superior al de Occidente. Mientras en Estados Unidos llevan un millón 90 mil fallecimientos, en China no alcanzan 6 mil, contando que tienen 4 veces más habitantes que EU.
Del triunfo pasan a la pesadilla porque el daño social y sicológico en la población, puede costar al gobierno la estabilidad del modelo totalitario. Según expertos citados por la prensa norteamericana, Xi Jinping tiene que resolver en pocos días si abre las ciudades a pesar de llegar a 40 mil infecciones diarias, o reprime con todo el poder del estado los focos de protesta.
El problema es que el país más poblado del mundo no puede permanecer cerrado, sin vida para sus habitantes. Imagínese a niños que no van a la escuela, adultos mayores que no pueden salir a un parque y pequeños empresarios que pierden todo por no atender sus negocios. Pronto conoceremos la verdadera dimensión de estadista de Xi Jinping, otro hombre engolosinado con el poder.