Durante tres años redondos, China quiso esconder a sus mil 400 millones de habitantes del COVID-19. No pudo. Fue imposible tener a la gente encerrada en sus departamentos durante semanas continuas. Después del fracaso, permitirá la libre llegada de extranjeros a partir del 8 de enero, sin la cuarentena de 14 días.
Cuando comenzaron las protestas por el encierro en las grandes ciudades como Shanghái y Beijing, la policía intervino para evitar desmanes, para reprimir el brote de inconformidad. El gobierno de Xi Jinping había creado el cerco sanitario más grande de la historia. Los primeros dos años presumieron que su sistema era mejor que el occidental, en particular el de los Estados Unidos donde la pandemia cobró más de un millón de víctimas.
Una retórica sencilla: se necesita un gobierno fuerte y con autoridad para cuidar a la población de sí misma. Era la justificación perfecta para el modelo autocrático del Partido Comunista. Hasta que el pueblo no aguantó. Las primeras protestas coincidieron con la renovación de los cuadros del partido y la inusual tercera elección de Xi Jinping para un periodo de 5 años.
Dada la historia represiva de la plaza de Tiananmén en Beijing, imaginamos que el gobierno no eliminaría el cerco. Lo pensaron mejor. A la gente la podían reprimir durante algún tiempo más, pero a la epidemia no. Además la economía mostraba la tensión del encierro y las grandes fábricas no podían contener los contagios. Al problema sanitario le siguió el económico y finalmente el político. Era demasiado.
Hay dos versiones de lo que sucede en China. La prensa independiente de Asia reporta hospitales llenos hasta los pasillos, una gran mortandad entre la población de la tercera edad y la falta de vacunación. Otro reporte dice que la economía comienza a rodar de nuevo como antes y que el 2023, a pesar del incremento de infecciones y muertes en China, será el nuevo despegue económico del gigante.
Después de 3 años los científicos tenían razón: no hay paredes que puedan detener la epidemia. A principios del 2022, el Dr. Juan Ramón de la Fuente, representante de México ante la ONU, decía que la epidemia llegaría al país y a todo el mundo. No había escape. El virus del SARS-CoV-2 fue implacable. La única defensa era el distanciamiento, el aislamiento, el cubrebocas y finalmente la vacuna. México no hubiera vivido la tragedia de más de 600 mil fallecidos si De la Fuente hubiera estado en el cargo del insensato Hugo López-Gatell, quien dijo algún día desgraciado que los cubrebocas no eran indispensables o que servían para lo que servían y no para lo que no servían. (Esa frase es real y no del Día de los Inocentes)
China esperará que llegue la inmunidad comunitaria; lo hará con hospitales llenos, con el orgullo aplastado de Xi Jinping; lo hará con vacunas propias a pesar de que no son las mejores porque las de Estados Unidos y Europa fueron las potentes, las diseñadas en solo un año a partir de la edición genética.
Los chinos podrán salir, los extranjeros entrar y el turismo revivirá una industria que había crecido como ninguna otra. Podrán morir dos o tres millones, aunque nunca lo sabremos porque los van a disfrazar con gripe o pulmonía como sucedió aquí.
Lo bueno es que dice el presidente López Obrador que, ahora sí, en 2023 seremos como Dinamarca y tendremos un sistema de salud como el danés. Un mal chiste que se repite en las mañaneras desde antes de la pandemia.
Revienta China su encierro
Una retórica sencilla: se necesita un gobierno fuerte y con autoridad para cuidar a la población de sí misma. Era la justificación perfecta para el modelo autocrático del Partido Comunista. Hasta que el pueblo no aguantó.