“Ya sé cómo nacen los niños” -le dijo la pequeña Rosilita a Pepito. Replicó el chiquillo: “Y yo ya sé cómo no nacen”. La palabra “merolico” la registra la Academia como mexicanismo, y ciertamente lo es. En tiempos de Maximiliano llegó a la Ciudad de México un hombre al parecer polaco. Se hacía llamar Meroil-Yock y se ostentaba como médico. Instaló un carromato con toldo en el Zócalo, y ahí vendía toda suerte de mejunjes y pociones a las que atribuía virtudes taumatúrgicas para curar toda suerte de enfermedades y dolencias. (¡Cuántas mentiras se han dicho, y se siguen diciendo, en el Zócalo!). Bien pronto se descubrió que el supuesto doctor no era más que un charlatán. Se esfumó de la noche a la mañana, pero en el poco tiempo que ejerció su falsa profesión alcanzó a hacer muy buen dinero valido de la credulidad de la gente. Esa credulidad no ha desaparecido, y de ella se siguen aprovechando otros embaucadores. Ya no se supo nada del tal -el talísimo- Meroil-Yock, pero quedó memoria perpetua de su nombre, mexicanizado en el vocablo “merolico”, que usamos para designar a los vendedores callejeros que con labiosa verba sacan provecho de los incautos que les dan oídos y compran sus engañosas mercancías. Lo que seguidamente voy a relatar me sucedió en una de las callejuelas que conducen al mercado de San Miguel de Allende. Un individuo de la especie de los que arriba describí, o sea un merolico, pregonaba al paso de la gente los mentirosos remedios que vendía. Cambiaba su pregón según la persona que pasaba frente a él. Si era una muchacha: “Para cuidar el cutis; para evitar las arrugas; para las molestias de esos días”. Si era una señora: “Para las reumas; para el dolor de espalda; para los callos y juanetes”. Pasé yo y anunció: “Para las canas, para la vista cansada, para la sordera, para los achaques de rodillas, para la incontinencia urinaria, para la debilidad sexual.”. Mohíno y atufado me alejé rápidamente diciendo maldiciones por lo bajo antes de que el cabrón siguiera añadiendo a esos ajes otros más. Ahora pienso que por la falta de medicamentos y de adecuada atención médico en las instituciones de salud pública los mexicanos acabaremos todos recurriendo a curanderos, cuando no a merolicos, brujos y hechiceros. Teníamos un buen sistema de salud, con defectos, sí, pero que funcionaba. La desaparición del Seguro Popular fue el primer golpe a ese sistema, golpe al que siguió lo destrucción de las vías de abasto de medicinas, lo cual trajo consigo tragedias como la de los niños con cáncer, que deberá remorder siempre la conciencia de quienes dictaron esas erráticas medidas que tanto dolor causaron y tantos sufrimientos. No cabe duda: algunos merolicos son pintorescos, parte simpática del folclor urbano, pero otros hacen mucho daño. De ellos líbranos, Señor. Conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. El jefe de la oficina donde trabajaba pasó a mejor vida, y la esposa de Capronio le preguntó a su marido: “¿Vas a ir al velorio de tu jefe?”. “No -respondió el majadero-. El sábado fuimos tú y yo al cine, y el domingo fui con amigos el futbol. Ya es demasiada diversión”. Dulcibella dio a luz una linda bebita pelirroja. El doctor conocía a la familia de la flamante madre, y sabía que entre sus parientes no había ninguno con el cabello de ese color. Le preguntó: “El padre de la niña ¿es pelirrojo?”. “No lo sé -respondió Dulcibella-. Nunca se quitó la gorra”. En el vestidor del equipo de beisbol el pitcher relevista tenía el brazo puesto entre los cálidos muslos de una voluptuosa aficionada. Le dijo el coach de pitcheo: “Ahora sí, Larsenio; creo que ya calentaste el brazo lo suficiente. Ve a pichar la última entrada”. FIN.
Suerte
Ahora pienso que por la falta de medicamentos y de adecuada atención médico en las instituciones de salud pública los mexicanos acabaremos todos recurriendo a curanderos, cuando no a merolicos, brujos y hechiceros.