Por: Armando Fuentes

Hay tres osadas aventuras cuya realización lleva consigo el riesgo de perder la vida. Las enuncio por orden de peligrosidad: La menos peligrosa es lanzarse por las cataratas del Niágara dentro de un tonel. La medianamente peligrosa es atravesar el Cañón del Colorado caminando sobre la cuerda floja con los ojos vendados y los pies atados con grilletes. Y la más peligrosa es viajar por el Metro de la Ciudad de México. Mitad por negligencia, mitad por corrupción, ese indispensable sistema de transporte colectivo se ha ido degradando sin que la mayoría de sus administraciones hayan cuidado de mantenerlo en forma adecuada para que preste a sus millones de usuarios un servicio seguro y eficiente. Dolor de cabeza es ahora el Metro para Claudia Sheinbaum, que en uno de sus túneles puede ver perdida su aspiración presidencial, y es el Metro también temor constante para quienes suben a sus vagones, los cuales pueden desplomarse, chocar con otros o incendiarse. Debería haber una ley que obligara a la Jefa de Gobierno a trasladarse todos los días en el Metro. Quizá de esa manera se le daría un mejor mantenimiento. (Al Metro, digo, no a la Jefa de Gobierno). En el lobby bar de un hotel de Houston, Texas, una chica de tacón dorado entabló conversación con el texano que tenía al lado. Le comentó: “¡Qué grande es su sombrero, mister!”. Y es que el hombre traía puesto un ten gallon hat cuya copa llegaba casi al techo. Replicó el tipo, ufano: “Todo es grande en Texas, hon”. Prosiguió la damisela: “¡Qué grandes son sus botas, mister!”. Era verdad: cada una parecía una lancha camaronera. “Todo es grande en Texas, babe” -volvió a jactarse el texano. Acortaré la historia, pues todo está resultando ya muy grande. Fueron los dos a la habitación del sujeto, y ahí éste se aligeró la ropa. Lo vio la experta chica y exclamó desilusionada: “Gee, mister. Me contó usted una mentira. No todo es grande en Texas”. Un individuo de aspecto estrafalario se presentó en la oficina del agente de artistas. Le preguntó éste: “¿Qué sabe usted hacer?”. Le informó el tipo: “Imito pájaros”. Opinó el empresario: “Me temo que ese acto no interesará al público”. El visitante se disculpó: “Entonces no le quito más su tiempo”. Y agitando los brazos salió volando por la ventana. Adolfino, romántico muchacho, le dijo con emotivo acento a Pulveria, joven mujer muy puesta en los terrenos de la realidad: “¡Amor mío! ¡Quiero escuchar los latidos de tu corazón!”. Acotó ella: “Ahí donde tienes metida la mano difícilmente los vas a escuchar”. La niñita le preguntó a su abuela. “¿Cuántos años tienes?”. Respondió la señora. “80”. Volvió a preguntar con asombro la pequeña: “¿Y empezaste desde uno?”. Kid Groggo, boxeador, había visto ya pasar su mejor época. En las peleas pasaba más tiempo tendido en la lona que de pie, tanto que su promotor alquilaba las suelas de sus zapatillas para efectos de publicidad. En una decía: “Tome”, y en la otra; “Coca-Cola”. Una noche se enfrentaba al temible Battling Bear, campeón absoluto de todos los pesos. Al final del primer round el Kid se dejó caer en el banquillo de su esquina, atontado por los tremendos golpes recibidos. Le preguntó a su manager: “¿Cómo va la pelea?”. Respondió el manejador: “Si lo matas en el segundo round, empatas”. Grande fue la sorpresa de la azafata cuando al ir a los últimos asientos del jet en penumbra vio a una pareja llevando a cabo con pasión subida -el avión volaba a 30 mil pies sobre el nivel del mar- el más antiguo rito natural. La vio llegar el hombre, y antes de que la sobrecargo pudiera pronunciar palabra le dijo: “El letrero lo único que prohíbe es fumar”. FIN.

 

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