Por: Armando Fuentes

“Señores: no nos hagamos pendejos. Eso cuando se acaba se acaba”. Tales palabras, contundentes, lapidarias y -sobre todo- verdaderas, las dijo un sabio caballero saltillense cuando en círculo de amigos, todos de edad más que madura, se hablaba de las virtudes atribuidas a ciertas sustancias para volver a levantar en el hombre el ánimo caído. 

Uno de los contertulios citó la hierba damiana; otro, la hueva de lisa; éste exaltó la fuerza vigorizante de los mariscos, especialmente los ostiones; el de más allá dio a conocer el nombre de un nuevo y taumatúrgico medicamento llamado yohimbina. Fue entonces cuando  aquel señor pronunció su sentencia fatal: “Eso cuando se acaba se acaba”. Tenía razón. Llega el momento en que aunque te tomes 100 pastillas de Viagra lo único que conseguirás es que los ojos se te pongan azules.

Alphonse Daudet contaba el caso de un cierto rey de oriente que en París contrató a las más famosas, bellas y voluptuosas cortesanas, y le ofreció la mitad de su reino a la que lo pusiera en aptitud de hacer en ella obra de varón. Una a una las hetairas pusieron en ejercicio todas sus artes -y todas sus partes- para ganar la preciada recompensa, pero el reino del impotente potentado permaneció indiviso. Por eso anduvo atinado el médico a quien un cierto paciente de muchos calendarios le pidió que le recetara algo -inyecciones, píldoras, fomentos- para remediar la pérdida de lo perdido. “A sus años -le indicó el doctor- ya no hay remedio para eso”. Adujo el consultante: “Tengo un compadre de más años que yo, y dice que él todavía”. Sugirió el facultativo. “Pues usted también diga lo mismo”. 

En este punto me viene a la memoria un simpático personaje de mi ciudad. Fue a un lupanar o ramería, y ahí la dama que lo atendió se esforzó con todas sus fuerzas por ayudarlo a izar el abatido lábaro. Buen tiempo dedicó la mujer a esa ímproba tarea sin obtener resultado alguno. “Ya no te esfuerces, chula -le dijo finalmente el visitante-. A esta chingadera nomás mi señora le entiende”. Cuando en las casas había boilers de leña para calentar el agua, una vecina casada con señor añoso comentaba: “El calentador de mi casa se parece a mi marido: tizna, pero no calienta”. (En este punto viene a cuento el antiguo dicho que decía: “Más calienta una pierna de varón que 10 kilos de carbón”). 

Recordemos, por último, la clásica historieta del otro veterano que acudió igualmente a la consulta de un especialista, pues en cuestión de sexo, se quejó, ya nada de nada. “¿Qué edad tiene?”  -le preguntó el doctor. El señor le informó los años que contaba, que eran muchos. “Es natural lo que le pasa -le indicó el médico-. A su edad eso del sexo ya no se da muy bien”. Opuso el visitante: “Tengo amigos de mi misma edad, e incluso mayores, y sé de buena fuente que aún ejercen”. “También eso es natural -dijo el doctor-. Mire usted: esto del sexo está sujeto a una especie de cuota. Vamos a hacerlo determinado número de veces en la vida, lo hacemos esas veces y se acaba. 

Haga usted de cuenta que tiene una ristra de mil cohetes. Avienta los mil cohetes al aire; llega el momento en que no tiene ya más cohetes que aventar”. “Si, doctor -admitió el señor-, pero francamente yo no creo haber aventado al aire mis mil cohetes”. “Bueno  -acotó el médico-. También tiene que contar los que le tronaron en la mano”. Nota final, consoladora al mismo tiempo que aleccionadora: Un sabidor amigo mío de bastantes años dice que en este campo, el del sexo a edad madura, no hay nada que no puedan suplir el amor, algo de experiencia y mucha imaginación. FIN.

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