Por: Armando Fuentes
Este amigo mío se las tronaba. Así se decía en aquellos años, mediados de los cincuenta, de quien fumaba mariguana. Entonces eso era cosa desusada entre particulares. Los únicos que consumían la maléfica hierba -tal expresión empleaban siempre los periódicos- eran los soldados del Glorioso Ejército Nacional, ahora ejército empresarial. Oí contar de un joven capitán que reprendía a un soldado raso que llevaba ya tiempo en las filas y que tenía el vicio. Le decía: “Si sigues fumando esa cosa nunca vas a llegar ni a cabo”. “¡Uh, jefe! -replicaba el veterano-. ¡Cuando la fumo me siento general, y de división!”. El amigo a que me refiero solía invitarnos a su casa. Soltero y dineroso por herencia de sus padres gustaba de reunirnos a tomar un par de copas y a oír discos de canto gregoriano, pues era devoto de esa elevada forma musical. Se desaparecía de pronto y regresaba a poco oliendo a “la maléfica hierba”. Una vez volvió con una papa en la mano, y con ella fue trazando devotamente sobre cada uno de nosotros el signo de la cruz. Explicó: “Les estoy dando la bendición papal”. La papa, según se sabe, es originaria del Perú. Yo aprendí a amar a ese país desde que leí las “Tradiciones peruanas”, de don Ricardo Palma, en una antología que la noble y benemérita Editorial Porrúa hizo de la obra del escritor en su colección “Sepan cuantos.”. Este nombre, dicho sea de paso, se lo puso don Alfonso Reyes, quien tomó para eso las palabras iniciales de las premáticas reales que se oían en la Nueva España en la época colonial. Bien quisiera yo enviar una bendición, aunque no sea papal, a esa nación hermana que atraviesa ahora por días de tribulación. Me enteré con tristeza de que Machu Picchu ha sido cerrado a los visitantes por causa de los disturbios que día tras día se registran en Perú. Eso es como cerrar Chichén Itzá, la basílica de San Pedro, la Sagrada Familia en Barcelona o la Capilla del Santo Cristo de Saltillo, sitios sagrados todos y que deben estar abiertos siempre a la devota admiración de propios y extraños. Yo he sentido la magia y el misterio de ese prodigio, Machu Picchu, y no olvido su grandeza. Parece obra de dioses. Deseo con todo el corazón y toda el alma que la paz entre hermanos retorne pronto a Perú. Encenderé una veladora a Santa Rosa de Lima, otra a San Martín de Porres y una tercera a San Juan Macías. Quizás entre los tres consigan que el milagro se haga. La pequeña Rosilita oyó que su papá le decía a un amigo en el teléfono: “Mi secretaria es una muñequita”. Le preguntó: “¿Y cierra los ojos cuando la acuestas, como la mía?”. El cazador se acercó a la orilla de un barranco a fin de desahogar una necesidad menor. Al punto tres andanadas líquidas lo dejaron bañado de la cabeza a los pies. Le dijo su guía: “Olvidé decirle que ésta es la Barranca del Eco”. Noche de bodas. Se consumó el matrimonio. La desposada se levantó de la cama a fin de componerse el descompuesto peinado. Le dijo a su maridito: “Un segundo, por favor”. Replicó él: “Dame nomás un poco de tiempo para reponerme del primero”. “Tizne usté a su madre” -le espetó un incivil beodo a un elegante parroquiano que bebía su copa sin meterse con nadie. El único motivo del insulto fue lo bien vestido del señor. Rencor social, pues; envidia pura que suscita la inquina de borrachos. “Mire, amigo -le contestó tranquilamente el caballero al briago, sin darse por ofendido-. Yo tengo dos madres. Una es sagrada. Está en un nicho, donde la venero. La otra es para andar en boca de majaderos como usted”. “Bueno -farfulló el temulento-. Tizne usté a su madre. La del nicho”. FIN.