La palabra “maldiciento” está en nuestra habla, pero no en el diccionario. La Academia registra “maldiciente”, pero “maldiciento” no, ni siquiera como mexicanismo. Y sin embargo acá jamás decimos “maldiciente”. Si alguien usara ese vocablo en vez de “maldiciento” se le calificaría de pedante, o, para decirlo con un mexicanismo, de mamón. Así decimos, por ejemplo: “Los de Alvarado, Veracruz, tienen fama de maldicientos”. En efecto, en ese bello sitio decirle a alguien “hijo de puta” no es ofenderlo; es simplemente señalarlo. Un muchachillo se hizo lustrar el calzado en la plaza principal de la ciudad. Le dijo al limpiabotas: “Mi mamá te pagará. Es aquella señora”. Fue el bolero y con la mayor naturalidad le preguntó a la mujer: “¿Usted es la mamá de ese hijo de puta que está allá?”. Se cuenta que hubo en Alvarado un concurso de maldiciones. Lo ganó un loro que hizo caer sobre el Honorable Jurado Calificador y el culto público asistente un relámpago verde de leperadas de todos los calibres, desde “pendejo” -el periquito decían “pindejo”- hasta la de la madre. Esto viene a cuento por el del tipo que con un amigo estaba bebiendo en una cantina de mala muerte y de peor vida. Le dijo de repente: “Oye: creo que el hombre que está en aquella mesa es el Papa”. “No digas tonterías -respondió el amigo-. ¿Cómo puedes pensar que el Papa se halle en un lugar como éste?”. “Te digo que es el Papa -insistió el tipo-. Soy católico, y lo conozco bien”. Replicó el otro: “Te has vuelto loco o ya estás bien borracho”. “Es el Papa -terqueó el temoso individuo-. Voy a presentarle mis respeto y a decirle que cuenta conmigo para lo que a la Iglesia se le ofrezca”. “No cometas semejante estupidez -lo amonestó el amigo-. Te vas a llevar un disgusto”. El mentecato desoyó el consejo. Fue hacia el hombre y con gran cortesía le preguntó: “Perdone, señor: ¿es usted el Papa?”. El sujeto pensó que el tartajoso individuo se estaba burlando de él y le contestó irritado: “El Papa tu chingada madre”. El tipo se asustó y volvió presuroso a su mesa. “Caramba -le comento a su amigo, consternado-. ¡Qué maldiciento se ha vuelto el Santo Padre!”. El Presidente López tiene dos espadas. Con un ataca a quienes critican sus mentiras y equívocas acciones; con la otra defiende a sus incondicionales, como ha hecho en los últimos días con Claudia Sheinbaum, Yasmín Esquivel y Alejandro Gertz Manero. El catálogo de dicterios que usa contra los que llama sus adversarios es tan variado y amplio como el del periquito de Alvarado. Palabras como “diálogo”,  “acuerdos” y “concordia” le son desconocidas; no tiene otro lenguaje que el pugnaz, agresivo y polarizador, y con el mayor respeto les falta al respeto a sus opositores. Su gobierno es un abrumador torrente de palabras; escasas sus acciones positivas; ocurrencias en vez de planes y programas. Lo primero que tendrá que hacer quien lo suceda será barrer el cúmulo de adjetivos con que ha cubierto la vasta extensión del territorio nacional. Sin lugar a dudas es el Presidente de la República que más ha hablado en la historia de México, desde Guadalupe Victoria hasta nuestro tiempo. Si las naciones tuvieran progreso y desarrollo con base en la palabrería de sus mandatarios, nuestro país sería el más avanzado no sólo del mundo, sino de todas las galaxias. Don Chinguetas y doña Macalota sostenían su enésima riña conyugal. El majadero la amenazó: “Les voy a decir a mis amigos que te hice el amor antes de casarnos”. “¡Huy, qué miedo! -se burló la esposa-. Todos te van a decir que ellos también”… FIN.

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