Doña Panoplia, dama de buena sociedad, le preguntó a Pepito: “Dime, niño: tu perro ¿tiene árbol genealógico?”. “No, señora -respondió el chiquillo-. Mi perro en cualquier árbol”. Nunca he tenido miedo a que me llamen cursi, y menos ahora que el vocablo ya no se usa. Una de las mayores ventajas de la mayor edad es que con ella pierdes muchos temores, entre ellos uno de los más ridículos: el temor al qué dirán. “Que digan misa”, piensas al tiempo que dices y haces lo que te da la gana. Después de todo, las palabras ni te sacan sangre ni te hacen moretones. Por eso digo sin ningún embozo: creo que hemos venido a este mundo a amar. Del misterio al que llamamos Dios derivó un bello y armonioso juego: de la vida nace el amor, y del amor la vida. Quien no juega ese juego no vive plenamente. Más que todos los ritos de las religiones me edifican los documentales de Animal Planet o del National Geographic donde se muestran los afanes y sacrificios de los animales para cuidar sus crías, o las aves sus polluelos. A fin de cuentas -“al final del día”, como dice la frase ahora de moda- nuestra misión es la misma que la de todas las criaturas con las que compartimos el planeta: perpetuar la vida. Advierto, sin embargo, que estoy divagando. En eso se me han ido los años: primero en vagar y ahora en divagar. A lo que voy, es a decir que amo los árboles. A cada uno lo considero un ángel guardián de la Tierra. El hombre vive porque vive el árbol. Por eso los he plantado por millares; por eso me conduele la triste suerte del sabino o ahuehuete que languidece en la glorieta que antes era llamada de la Palma, porque una había en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, glorieta en la cual, por un nacionalismo ramplón y chabacano, se puso ahora un árbol que para vivir requiere la cercanía del agua. Carajo, ya ni los árboles se salvan de la demagogia oficialista. Casó Tonito, y su señora madre se angustió porque a las pocas semanas de matrimoniado su hijo se veía exangüe, exánime, agotado, cuculmeque y escuchimizado. Jodidón, para decirlo en una sola palabra.  Le preguntó a la esposa del muchacho si Tonito estaba comiendo bien: “Muy bien -le aseguró la chica-. Lo que lo tiene así es el postre”. Doña Melbina abrigaba la equivocada idea de que era gran cantante; que su voz de soprano podía compararse a la de Callas, Tebaldi, Scotto o Caballé. La verdad es que desafinaba perseverantemente. No se sabía si lo que cantaba era “Caro nome” o “Como si fuera un calcetín”. Sus agudos más parecían ululatos de terror que notas líricas. Cuando ensayaba en su casa su marido se salía a la calle para que los vecinos no fueran a pensar que la estaba golpeando. Cierto día consiguió que la invitaran a cantar en la sesión mensual del Club de Jardinería “Piñanona” de su localidad. Para escoger pianista le preguntó a su esposo: “¿Quién me sugieres que me acompañe?”. Sin vacilar respondió él: “Un guardaespaldas”.  ¿Qué significa la palabra “desguanguilado”? Se aplica a todo lo que está flojo, laxo, que no aprieta. Don Francisco J. Santamaría dice que es término del norte, y en efecto, en esas latitudes se usa mucho. Una gallinita le dijo a otra: “Los huevos que yo pongo son mucho más grandes que los que pones tú, casi del doble de tamaño. Por eso cuestan un peso más que los tuyos”. “¡Bah! -respondió con desdén la otra gallina-. Por un chinche peso no voy a andar toda desguanguilada”. FIN.

 

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