Antes de que los algoritmos nos propusieran cosas que deseamos en secreto, las personas intuitivas cumplían esa función. Iba a cumplir cincuenta años cuando Regina Quiñones me propuso escribir una obra de teatro. Ella sospechaba, con certera razón, que se trataba de un sueño que yo temía y anhelaba.
La conocí como asistente del director Ludwik Margules, cuando traduje para él Cuarteto, de Heiner Müller. Me interesaba hablar con ella, pero no estaba seguro de poder escribir algo.
Quedamos de vernos el 7 de marzo de 2006. Regina llegó a la cita bañada en lágrimas: Ludwik acababa de morir. Recordé que Lydia, la esposa del director, había muerto mientras Cuarteto estaba en escena. Esa obra termina con una alusión al cáncer, enfermedad que ella padecía; con la irrenunciable superstición de la gente de teatro, Ludwik dijo: “Yo la maté”. Ahora su propia muerte nos unía; la mano de sombra del maestro transformaba esa cita en un destino. Decidí escribir una obra para Regina, en memoria de Ludwik. El resultado fue Muerte parcial, donde cinco personajes fingen su fallecimiento para llevar otras vidas.
Lo más difícil era encontrar a alguien que interpretara a Bruno, veterano locutor que ha narrado miles de goles y home runs, pero no ha podido asumir su auténtica personalidad: “Me jodí narrando”, dice: “La bronca fue joderse con el micrófono abierto. Estar sin voz o a punto de vomitar o con un cólico del carajo y tener que narrar la guerra de Troya”. Bruno rinde tributo a los locutores que encandilaron mi infancia: Ángel Fernández, el Mago Septién, Fernando Luengas y tantos otros.
Regina encontró a un actor extraordinario para ese personaje: Fernando Becerril, que había trabajado durante casi veinte años en Francia, donde estudió con Jean Louis Barrault. A su regreso al país, actuaba en cine y televisión sin alejarse del teatro. Desde el primer ensayo, supe que el humor negro y las narraciones épicas de Bruno serían mejorados por Fernando. Pocos dramaturgos tienen el privilegio de iniciarse con un actor de esa magnitud.
Lo que entonces ignoraba era que Fernando también había sido el primer actor que vi en la vida. Cuando nos disponíamos a estrenar, el INBA organizó una mesa de prensa. Al terminar, tomamos unas copas y Fernando preguntó cómo me había interesado en el teatro. Conté que, siendo niño, había visto una obra fabulosa con tres payasos en el Centro de Teatro Infantil: Pirrín, Parrán, Purrún. Fernando saltó en su asiento y exclamó: “¡Yo soy Pirrín!”. La coincidencia no podía ser mayor: había descubierto el teatro gracias al actor que ahora llevaba el peso fuerte de mi obra, en la que bebía en exceso, se cruzaba con pastillas, deliraba y moría (en el caso de ese personaje, la muerte simulada se volvía real). Pero lo que más me sorprendió fue que hablara de aquel personaje en presente: “¡Yo soy Pirrín!”. Lo mantenía vivo, como todos los que había representado.
El sorprendente Fernando Becerril acaba de fallecer, a los 78 años. Hizo teatro bajo las órdenes de Bob Wilson y Lluis Pasqual, participó en películas de éxito como El crimen del padre Amaro, La leyenda del Zorro y El baile de los 41, y demostró su conocimiento de la literatura en el ciclo “¡Leo, luego existo!” (no es casual que su sobrino, Emiliano Becerril, dirija Elefanta, una de las principales editoriales independientes de México).
Alguna vez, Fernando me enseñó sus cuadernos de trabajo. Reescribía a mano los parlamentos con comentarios que les otorgaban una segunda dramaturgia. Su disciplina sólo era puesta en jaque por los arrebatos emocionales inherentes a todo actor de fuste. Una célebre actriz vio nuestra obra tres veces y las tres veces llegó vestida de blanco. “¡Lo hace para que la distinga entre las sombras y me equivoque!”, protestaba Fernando, sin que pudiéramos contradecirlo.
En sus últimos años vivía en provincia, pero cada vez que venía a la capital iba al teatro. Nos encontramos en numerosas funciones en las que celebraba el trabajo de sus colegas.
Quien logra consagrarse en los foros recibe el título de Primer Actor. Fernando lo fue para mí por partida doble: en la infancia me descubrió el teatro y, más de cuarenta años después, dio vida a un personaje mío.
La última acotación de un dramaturgo suele ser: Oscuridad. Las luces se apagan, pero se enciende la memoria.
Ya intangible, Fernando Becerril sigue en escena.