Por: Armando Fuentes

Por una calle solitaria iba Himenia, célibe de no pocos calendarios. Le salió al paso un asaltante joven y apuesto que la amenazó con un belduque al tiempo que le decía. “Deme su bolsa”. Se la entregó Himenia, temerosa. “Ahora -le pidió el delincuente- deme su celular”. Respondió ella, sin miedo ya: “Es el 003-957432. Siempre estoy en mi casa por las tardes”. Ahora bien: ¿qué es un belduque? Es un cuchillo de doble filo y hoja terminada en punta. El tío Laureano, popular personaje del norte de Coahuila, le presumió a un amigo de su pueblo que había ido a una boda en San Antonio, Texas, a la cual asistieron 20 mil invitados. “Ah cabrón -se sorprendió el amigo-. Pos el pastel debe haber estado muy grande”. El tío volvió la vista al quiosco de la plaza, como para establecer una comparación. Su señora vio eso y le advirtió: “Tantéyate, Laureano. Luego no vas a tener belduque pa’ partirlo”.  Celebré el ingreso de Mario Vargas Llosa a la Academia Francesa. Tal es el honor más grande, excepción hecha del Premio Nobel, que puede recibir un escritor. Su discurso de ingreso tuvo la elegante sabiduría de quien lo pronunció. Si acaso se puede disentir de su afirmación -elegante también, por la cortesía a que lo obligaba la ocasión- en el sentido de que la literatura francesa es la mejor. Ciertamente Molière y Victor Hugo son excelsos, pero resulta imposible hacer a un lado, así sea por urbanidad, la grandeza de otras literaturas: la inglesa con Shakespeare y Dickens; la rusa con Dostoievski y Tolstoi; la española con Cervantes y San Juan de la Cruz;  la italiana con Dante y. con Dante. Mejor será recordar la sentencia del autor de Los miserables: “El arte es la región de los iguales, y la obra maestra es igual a la obra maestra”. A semejanza del gran peruano yo también -toda proporción guardada- amo la cultura francesa. Viví en París no cuando París todavía era París -París siempre es París-, sino cuando yo todavía era yo. Guardo recuerdos de joven, memorias que no han envejecido, de esa ciudad que es La Ciudad, la urbe de la que el mundo ha aprendido más. Recibí mis primeras lecciones de la lengua de Racine, en la preparatoria del Ateneo Fuente glorioso, en mi ciudad, Saltillo, de labios de una maestra hermosa y joven que los alargaba al pronunciar la ü francesa. Alargábamos también los nuestros para recibir un imaginario beso de la bella profesora. Me inscribí luego en la Alianza Francesa, y así pude leer Madame Bovary, de Flaubert, Lettres de mon mouilin y Le petit chose, de Daudet, y los cuentos de Maupassant. No me atreví con las profusiones de Balzac o Proust. Luego, estudiante de Derecho, leía en clase, de corrido, los abstrusos textos de Planiol y Josserand. Soy deudor, pues, de Francia y su cultura. No hay en el mundo civilizado nadie que no lo sea. Admiro a Vargas Llosa por sus letras y por su apasionada vida. En cierta ocasión asistí a una cena que Nina Zambrano, gentil y talentosa dama, le ofreció en Monterrey, y me impresionaron la gentileza y amabilidad del gran peruano. Al final de la reunión me dijo al despedirnos: “Disfruté mucho su conversación”. Para mí esas palabras valieron casi tanto -casi- como el soñado beso de mi hermosa maestra de francés. Un tipo pasó junto a un montón de cemento y se asustó al escuchar que de él salía una voz. “No te asustes -oyó que le decía-. Soy un hombre como tú. Encontré una lámpara de forma extraña y la froté. De ella salió un genio de oriente que me ofreció concederme un deseo. Siempre me han gustado las mujeres, de modo que le pedí que me convirtiera en un semental. El desgraciado genio andaba mal en ortografía”. FIN. 

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