Por: Armando Fuentes 

Caer en los brazos de una mujer es gran deleite, pero caer en sus manos es fatal desgracia. Alguna vez oí hablar de un rico señor que perdió toda su fortuna por causa de una mujerzuela que lo arruinó con sus caprichos y frivolidades y lo dejó en la más absoluta pobreza. Me sorprendió la desastrada historia. Quien me la relató, hombre del campo, se burló de mi pacato asombro: “Uh, licenciado. ¡Ranchos se han ido por ese agujerito!”. Habrán de perdonarme quienes cuidan tanto la castidad como el dinero, pero yo pienso que arruinarse por una mujer tiene algo de caballeresco. En cambio ir a la ruina por cosas como el juego, ese sórdido vicio que ningún placer depara a quien lo tiene, es necedad supina. El dinero hay que saber gastarlo. Se debe buscar el punto medio entre la avaricia y el derroche. Un vecino de mi ciudad se sacó el premio gordo -tal era la expresión usada- en un sorteo importante de la Lotería. Desapareció, y regresó unos meses después sin un centavo en el bolsillo. Le preguntaron en qué había gastado tanto dinero. Respondió: “Una parte en mujeres, otra en vino, y lo demás en puras pendejadas”. Otro hombre llegó a una cantina y le dijo al tabernero: “Le apuesto una copa contra el doble de su precio a que puedo morderme un ojo”. El cantinero aceptó la apuesta. El hombre se sacó un ojo -lo tenía de vidrio- y se lo mordió. El de la cantina le sirvió una copa gratis. “Ahora -siguió el individuo- le apuesto a que puedo morderme el otro ojo”. Pensó el cantinero que no podía ser que el sujeto tuviera dos ojos de vidrio, y volvió a apostar. El tipo se quitó la dentadura -la tenía postiza- y con ella se mordió el otro ojo. Recuerdo en este punto la vez que el buen Dios y su asistente, San Pedro, jugaron en el Cielo una partida de póquer con dados. Acordaron apostar a una sola tirada su resto, o sea todo el dinero que cada uno tenía puesto en el juego. El portero celestial meneó el cubilete con los cinco dados e hizo el tiro. ¡Quintilla de ases! Imposible que el Señor pudiera superar eso, pues aunque sacara también cinco ases el que empata pierde. Iba a recoger San Pedro todas las fichas, pero el Señor lo detuvo: “Momento”. Hizo su tiro y salieron del cubilete seis dados, cada uno con un as. Masculló San Pedro, hosco: “Señor, estamos jugando por dinero. Milagritos no”. Eso de apostar tiene sus riesgos, a menos que la apuesta sea como la que el topo le hizo al conejito. Le dijo: “Hice dos agujeros, éste donde ahora estoy y aquel otro que está a 20 metros. Juguemos una carrera. Yo iré por abajo de la tierra,  tú correrás sobre ella. El que llegue primero al otro agujero tendrá derecho a aprovecharse del perdedor”. El conejito aceptó jugar esa carrera, y a la voz de “¡Ya!” corrió a toda su velocidad. Pero cuando le faltaban unos metros para llegar al agujero el topo asomó por él, sonriente. El conejito tuvo que pagar la apuesta. “Dame la revancha” -le pidió al topo-. Esto no se puede quedar así”. Jugaron una segunda carrera. El conejito se esforzó a toda su velocidad, pero antes de llegar a la meta ya estaba en ella el topo, sonriente y orgulloso. Otra vez el conejito debió dejar que el topo hiciera en él lo suyo. Pidió una nueva revancha, y sucedió lo mismo: antes de llegar él al agujero asomaba por él la cabeza el topo, que de nueva cuenta se aprovechaba de él. Una astuta zorra había estado viendo aquello. Fue hacia el conejito y le dijo: “No seas pendejo. Son dos topos, uno en cada agujero. Ambos se están aprovechando de ti”. Respondió el conejito con adamado gesto y  aflautada voz: “Tú no te metas, zorra. Deudas de juego son deudas de honor”. FIN.

 

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