Por: Armando Fuentes
En la calle había agitación, escándalo, aglomeración de gente. Un anciano le preguntó a uno de los que estaban ahí: “¿Qué pasa?”. Respondió el interrogado: “Es una riña”. El viejecito era algo sordo. Se llevó una mano al oído: “¿Qué?”. Repitió el otro: “Es una riña, abuelo. Una disputa”. Acotó el veterano: “Entonces ya no es tan niña”. Lamentable es la sordera de ese buen señor, pero una sabia sentencia popular afirma que no hay peor sordo que el que no quiere oír. A esa categoría pertenece López Obrador, que no escucha otra voz más que la suya. Desdeñará, obviamente, los reclamos que en contra de su Plan B le hicieron ayer los ciudadanos en todo el país, y tendrá para ellos sus acostumbrados adjetivos: conservadores, fifís, neoliberales. Hará después su contramarcha -la anuncia para el día 18 del mes próximo-, pueril forma de respuesta, por no decir de venganza, con la cual hará más ancha aún la brecha que lo separa de los mexicanos libres y conscientes y ahondará la división que existe entre su régimen y la sociedad civil. Y es que no tenemos Presidente, sino caudillo; no tenemos mandatario, sino autócrata; no tenemos gobernante preocupado por el bien común, sino político cuya única mira es el poder y cuya sola voluntad es retenerlo para sí. La necesidad de poner límite a ese poder se ha vuelto imperativa si no queremos que nuestro país caiga en una dictadura. Decir eso no es exageración: ya hemos visto cómo instituciones que antes eran autónomas han sido aniquiladas y convertidas en meros apéndices de ese régimen absolutista que ni siquiera es de partido, como lo fue en el tiempo de la dominación priista, sino que ahora es unipersonal. Nuestra esperanza, la esperanza de un México libre, democrático y plural, reside ahora en la Suprema Corte de Justicia. Sus ministros y ministras, más allá del origen de su nombramiento, han responder a un solo interés: el bien nacional. Prestarse a ser instrumentos del monarca, obedecer sus consignas, condonar sus ilegalidades, sería hacer traición no sólo a su investidura, sino a la Nación misma, y los expondría a estar en el basurero de la Historia, a donde seguramente llegará la mal llamada Cuarta Transformación, que tantos daños, y tan grandes, le ha hecho y le sigue haciendo a este país. Vengan, pues, los denuestos de López Obrador. A fuerza de repetidos ya suenan a hueco. Venga su contramarcha: sabemos -y él mismo lo sabe- que es farsa, convite en su inmensa mayoría de acarreados a quienes la pobreza obliga a obedecer a sus pastores. Las ciudadanas y ciudadanos democráticos, cada día mejor organizados, cada día más participativos, más críticos y vigilantes, seguirán oponiendo su libertad al autoritarismo de AMLO, y defenderán la democracia frente al intento de hacer de México el feudo de un solo hombre. Ocho ministros y ministras se requieren para frenar el nefasto, ilegítimo Plan B con el que López anularía al Instituto Nacional Electoral y se haría dueño de los procesos electorales del país. La unanimidad para detener esa iniciativa anticonstitucional sería la mejor noticia que podríamos recibir. En la Suprema Corte se finca ahora la salvación de México. El relato de un cuentecillo picaresco aliviará el peso de la anterior disertación. Cierto señor les contó a sus amigos: “Fui a una convención en Las Vegas. Conocí ahí a una mujer casada. Yo también, como saben, soy casado, pero tuve sexo con la dama. Al final del trance ella recordó a su marido y yo a mi esposa, y ambos nos echamos a llorar por el remordimiento. Y a partir de ahí todas las siguientes noches fue lo mismo: sexo y llanto, sexo y llanto, sexo y llanto.”. FIN.