Por: Armando Fuentes
A don Augurio Malsinado lo ha perseguido siempre un hado adverso. La mala suerte lo acosa, empecinada, como si desde el nacimiento hubiera sido señalado con un sino fatal. Si apuesta o juega pierde; si emprende algún negocio no tarda en ir a la bancarrota. Todo le sale mal. No hay para él días fastos. Particularmente en la cuestión del sexo su suerte es desdichada. En la época de la adolescencia su primera novia se le dormía en el momento en que la necesitaba. Hablo de su mano, si me es permitido hacer tal precisión. Pasado el tiempo, ya de adulto, iba a una manflota, extraño nombre que entre otros muchos reciben las casas de prostitución, y todas las mujeres a las que intentaba contratar para el consabido trance le decían: “Hoy no. Me duele la cabeza”. Pese a su mala fortuna -o quizá por ella- se casó, pero la noche de las bodas su mujer le propuso luego de verlo por primera ocasión al natural: “¿Qué te parece si mejor vemos la tele?”. Por todos esos quebrantos, y otros del mismo jaez que sería demasiado prolijo enumerar, don Augurio vivía en aflicción constante. Narraré ahora un insólito suceso que le aconteció hace unas semanas. Cerca de su casa había un edificio de departamentos. En uno del último piso vivía una atractiva dama que solía aparecer por las mañanas en su balcón. Don Augurio, de paso para su trabajo, la veía, y a fuerza de mirarla y contemplar sus espléndidos encantos acabó por encenderse en deseos de yogar con ella. También la entrepierna tiene razones que la razón no conoce. (Lo de “yogar” es desusado término para nombrar el hecho de llevar a cabo el acto carnal). Una de aquellas mañana la hermosa mujer le sonrió a don Augurio, pues se había percatado del hecho de que el señor la miraba con interés, y ella necesitaba un sugar daddy, vale decir un protector, hombre de edad que sin exigirle mucho en la cama, como hacen los amantes jóvenes, le proveyera un bien del cual siempre andaba escasa: el dinero. Ya debía cinco meses de alquiler del departamento, y su propietario, un tal señor Benoit, la había amenazado con desahuciarla si no pagaba todo el monto del adeudo antes del vencimiento del sexto. Así, le hizo una seña invitadora a don Augurio para que subiera a visitarla. A las volandas subió el encendido caballero. Bien dijo Jules Renard, cuyo ameno diario publicó la benemérita Colección Austral: “El amor hace del hombre una especie de reloj de arena: su corazón se llena al mismo tiempo que su cerebro se vacía”. Llegó, pues, presuroso Malsinado al último piso y llamó a la puerta. Pero se equivocó de departamento, y le abrió un mozallón pelirrojo, pecoso, de estatura gigantea y torosa musculatura, que resultó ser un maniático sexual, pues sin más trámites, y pese a la resistencia que opuso don Augurio, hizo indebido uso de su persona. Mohíno y lleno de mortificación regresó a su casa el lacerado. Al día siguiente volvió a suceder lo mismo: la mujer le hizo seña para que subiera a verla; de nuevo Malsinado equivocó la puerta y otra vez el abusivo tipo se aprovechó malamente de él. Igual aconteció el tercero y cuarto días: no atinaba don Augurio a dar con la puerta del departamento donde vivía la mujer; caía en el del sujeto y éste saciaba en él sus lujuriosos rijos. Por fin el quinto día se hizo el milagro. Llamó Malsinado a la puerta y le abrió la hermosa fémina, que le sonrió provocativamente, separó un poco el vaporoso negligé que le velaba apenas el ebúrneo cuerpo, y por medio de gracioso ademán le indicó que pasara. No hizo tal don Augurio. Con adamada voz le preguntó a la mujer: “¿Qué no vive aquí un joven pelirrojo y con pequitas?”. FIN.