Por: Armando Fuentes

Un sujeto preguntó en la farmacia: “¿Tienen condones negros?”. “No, señor -le informó el farmacéutico-. Los tenemos sólo del color blanco, tradicional. Si no es indiscreción ¿por qué quiere usted preservativos negros?”. Respondió el individuo: “Es que un vecino mío acaba de pasar a mejor vida, y quiero que la vecina vea que comparto su luto”. El pajarito hizo el nido con un agujero en el fondo. La pajarita, desconcertada, le preguntó por qué. Explicó el pajarito: “Por el momento no quiero que tengamos familia”. El marido le comentó a su mujer: “Cuando me rasuro siento que me quito 20 años de encima”. Le sugirió ella con acritud: “Rasúrate en la noche”. El severo progenitor de la muchacha interrogó, solemne, al mozalbete que le pedía la mano de su hija: “¿Está usted seguro, joven, de que puede hacer feliz a mi hija?”. Respondió con orgullo el pretendiente: “¡Uh, señor! ¡Hasta grita!”. Yo amo a las criaturas del Señor. Soy, sin merecerlo, una de ellas. Amo a la ballena cantora en la misma medida que amo al colibrí, cuya levedad hace que el mundo pese menos. Amo al perro, que es el perfecto bien cuando el hombre no lo enseña a hacer el mal. Si fuera yo San Francisco de Asís amaría también al gato. Amo con especial amor al toro de lidia, uno de los más bellos animales que existen sobre la tierra, hermoso hasta el extremo de la majestad. Por eso, porque lo amo, no quiero que desaparezca la fiesta de toros, pues con ella desaparecería el toro para siempre. Al decir esto, lo sé bien, me indispongo con muchos de mis lectores, que encuentran crueldad en la tauromaquia, y no belleza. Fiesta de sangre es ésta, ciertamente, casi siempre la del toro, pero muchas veces también la del torero, como lo muestra la profusa lista de los diestros inmortalizados por el toro que los mató. El toreo es el único arte que se crea en la presencia de la muerte. De ahí su misterio milenario; de ahí sus múltiples prodigios. Ninguna manifestación humana, con excepción del amor y de la religión, ha dado origen a tanto arte -en música, en poesía, en pintura y escultura- como el arte del toreo. Me entristece entonces todo aquello que lo amenaza, porque es también amenaza para la supervivencia de aquel magnífico animal, el toro. Admiro profundamente a quienes dedican su vida a preservarlo. Uno de ellos es un hombre a quien por muchos motivos aprecio y respeto: don Sergio Hernández González, alma y corazón de una de las ganaderías de más claro linaje y más ilustre tradición en México: Rancho Seco, que recién acaba de cumplir 100 años de existencia. En compañía de amigos queridísimos mi señora y yo hemos gozado la cálida hospitalidad de don Sergio y su gentil esposa, doña Vicky, y en la casona señorial de ese cortijo, situado en tierras tlaxcaltecas, hemos sentido la hondura de la fiesta, la generosa entrega de los criadores de reses bravas, la grandeza de la historia de la fiesta de toros en nuestro país, con figuras gloriosas cuyos nombres, si me fuera dable inscribirlos aquí todos, prestigiarían este texto. Nadie podrá arrancar de mí el amor que siento por la fiesta de toros y por el toro mismo, del mismo modo que nadie podrá arrebatarme mi religión, mi lengua y mi ser de mexicano. Espero que por decir esto los enemigos de la fiesta no me consideren su enemigo. Les pido perdón por pensar que es más digna y más noble la muerte del toro en el ruedo que en el rastro. En la primera forma de morir hay arte, belleza, magia y colorido. Hay también drama y tragedia. En la segunda no hay más que sordidez. Aquí termino. Lo dicho dicho está. Y vengan los ataques de los animalistas. Los recibiré a porta gayola. FIN. 

 

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