Por: Armando Fuentes

En mi juventud soñé con ser actor. Desgraciadamente sufrí un ataque de cordura y acabé siendo abogado. No obstante alcancé a subir al palco escénico en muchas ocasiones, lo mismo en sainetes de risa loca -así se decía- como “Buscando narices” o “Se vende una mula”, que en dramas de mucho aliento como “El niño y la niebla”, de Usigli, o “El zoológico de cristal” de Tennessee Williams. De esto hace 60 años, pero todavía cuando voy al teatro y oigo la voz sacramental que dice: “Tercera llamada. Tercera. Principiamos” siento mariposas en el estómago. De vez en cuando me apena no haber sido capaz de resistir a aquel puritano predicador, el buen sentido, que me llevó a cambiar un foro por otro. Habría sido feliz corriendo la legua en algunos de aquellos teatros de carpa, como el benemérito “Tayita”, para representar en ciudades y lugarejos piezas como el Tenorio (“con todos los trucos que requiere la obra”, decía el anuncio), o culebrones al estilo de “La mujer Equis”, “Mancha que limpia” o “La jaula de la leona”. Gustosamente habría aportado mis tiros. Con ese nombre, “tiros”, se conocían los tres atuendos que un actor debía llevar en su equipaje obligatoriamente, pagados por su cuenta, al ingresar a una compañía teatral itinerante: un traje de charro, uno de capa y espada y un esmoquin o frac. Con esos atavíos podías aparecer en todo el repertorio de la empresa. Declaro aquí mi admiración y respeto -y mi pizca de envidia- por la gente de teatro. Actores y actrices están poseídos por la locura que consiste en dejar de ser ellos mismos para volverse otra persona, su personaje. Difícil arte es ése, pues el mejor actor es el que no actúa. Los grandes histriones a la manera del inglés Garrick -el de “Reír llorando”, de Juan de Dios Peza- o el norteamericano Junius Brutus Booth, padre de John Wilkes, el asesino de Lincoln, recibían en su tiempo el título de “Príncipe de los actores”. Pues bien: Spencer Tracy, notable actor de Hollywood, fue llamado “El príncipe de los no actores”, por su naturalidad ante las cámaras. Actuaba, y parecía que no estaba actuando. Todo lo dicho me sirve para rendir homenaje a uno de los más grandes actores, el mejor quizá, que México ha tenido: Ignacio López Tarso. Extraordinario artista, era también hombre generoso. Era yo un jovencísimo director de Extensión Cultural en la Universidad de Coahuila cuando López Tarso fue a Saltillo a representar “Edipo Rey” en el Teatro del Seguro Social. Le pedí que hablara brevemente con la gente de teatro de la ciudad, y nos citó al día siguiente en el mismo teatro. Estuvo de 9 de la mañana a 2 de la tarde  con los actores y actrices saltillenses. Los vio actuar en diversas escenas; les dio consejos. Fue aquella una verdadera cátedra teatral impartida por puro amor al teatro. Pasaron los años, y una noche López Tarso estuvo presente en una de mis conferencias. Al terminar fui a saludarlo. Me recibió con estas palabras: “Usted no es un conferencista”. Me quedé frío. Continuó: “Usted es un actor. Lo que le acabo de oír no es una conferencia; es un monólogo teatral”. Sentí como si me hubiera puesto una condecoración. Larga y fecunda existencia fue la suya. A su talento unió una extraordinaria versatilidad que le permitió decir lo mismo los parlamentos de Sófocles que los corridos mexicanos. Su caracterización de Macario pertenece a la historia de la actuación. Los quebrantos del cuerpo y el alma no le impidieron seguir cumpliendo su vocación hasta el final. Ahora ha bajado el telón de su vida terrena. Ahora se ha abierto para Ignacio López Tarso el telón de la inmortalidad. FIN.

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