Por: Armando Fuentes
Grande fue la sorpresa del capitán de bomberos cuando vio a uno de sus hombres llevando a cabo el antiguo rito natural con una hermosa vecina en el jardín del edificio en llamas. Le llamó la atención, exasperado: “¡Hefesto! ¡Se supone que debía usted darle respiración de boca a boca a esa señorita!”. Replicó el tal Hefesto sin dejar de hacer lo que haciendo estaba: “Así empezamos, jefe”. Una pasajera del barco se quejó con el encargado de seguridad: “Un marinero entró anoche en mi camarote”. Le preguntó el hombre: “¿En qué clase viaja usted?”. Respondió la quejosa: “En tercera”. Acotó con aspereza el tipo: Y yendo en tercera clase ¿quién quería que entrara? ¿El capitán?”. Don Poseidón consultó su reloj de bolsillo. Pasaba ya la medianoche y su hija estaba todavía en la sala con su novio. Le habló desde la puerta: “Glafira: ya es hora de ir a la cama”. Antes de que la joven pudiera pronunciar palabra manifestó el galancete: “Eso mismo le digo yo, señor, pero no me hace caso”. El audaz reportero británico Yelnats fue a la selva africana en busca del misionero Dyingstone, de quien no se sabía nada desde hacía largo tiempo. Penetró hasta lo más profundo de la jungla, ahí donde la mano del hombre jamás había puesto el pie, y después de largas y fatigosas jornadas llegó a una aldea de aborígenes. Le preguntó al jefe: “¿Han visto ustedes a un misionero inglés?”. Respondió el jefe: “Sí es uno apellidado Dyngstone sí lo vimos”. “Praise the Lord! -se emocionó el reportero-. ¿Cómo lo encontraron?”. Replicó el aborigen: “Algo duro”. Ganarle a Estados Unidos en beisbol es como ganarle en rugby a Inglaterra, en criquet a Australia, a Brasil o Argentina en futbol, en ping-pong a China o en sumo a Japón. ¡Y he aquí que el equipo de México le ganó al norteamericano, y además por paliza, y en su casa! Desde luego la victoria que se canta no es definitiva. Aún faltan juegos por jugar. Y, como dice un viejo adagio beisbolero, la pelota es redonda. Pero ese triunfo es grande, lo mismo que el de Guillermo del Toro al merecer un Oscar por su película “Pinocho”. Mexicanos de excelencia son los que han dado a nuestro país esas satisfacciones, muy alejados de la mediocridad que el presidente López quiere imponernos al calificar desdeñosamente de “aspiracionistas” a quienes buscan superarse, ya estudiando o trabajando en el extranjero, ya obteniendo aquí mismo grados de maestría o doctorado. Celebremos, señores, con gusto esas victorias mexicanas y las de todos los hombres y mujeres que con su trabajo de cada día se esfuerzan por labrar un porvenir mejor para sí y para sus familias. Don Cucoldo asistió él solo a la fiesta. Declaró: “Mi esposa no pudo venir. Está en la cama con hepatitis”. “¡Caramba! -se condolió uno de los invitados-. ¿Ahora con un griego?”. Dulciflor, hermosa chica, llegó feliz a su casa. “¡Mami! -le anunció llena de dicha a su mamá-. ¡Le di el sí a mi novio! ¿No te alegra eso?”. Repuso la señora, cautelosa: “Depende de lo que te haya pedido”. Aquel señor y su esposa celebraron sus bodas de oro de casados, y fueron a una segunda luna de miel. A su regreso el señor comentó lleno de pesadumbre. “Hace 50 años mi mujer no hallaba cómo contenerme. Ahora no hallaba cómo consolarme”. (He aquí una traviesa y pícara décima debida al ingenio de don Alfredo Martínez, famoso decimero veracruzano: “Dios al hombre lo formó. / Le puso partes valiosas. / Sin embargo en ciertas cosas / al darle cuerpo falló. / Los huesos le repartió / por toda su anatomía: / el hueso de la rodía, / los del cráneo, el del pescuezo. / ¡Pero no le puso hueso / donde más falta le hacía!”). FIN.