En Polonia, una activista de los derechos de la mujer acaba de ser condenada a ocho meses de cárcel por regalar píldoras abortivas que una mujer no llegó a usar; y en Duluth, Minnesota, tierra de Bob Dylan, libros de Mark Twain fueron retirados de las escuelas por supuestas alusiones racistas. La corrección política y la cultura de la cancelación hacen que la modernidad poco a poco se acerque a la Edad Media.
El prohibicionismo contemporáneo se ejerce en nombre de la ética, lo cual obliga a recordar que también los trabajos de la Inquisición se hicieron con el pretexto de salvar el alma.
La víctima más reciente de la censura moralista es Roald Dahl, autor de formidables historias infantiles con personajes groseros, crueles y apestosos, que ha vendido trescientos millones de ejemplares en 63 lenguas. Todo mundo sabe que fue un autor genial; por desgracia, ciertos inspectores bienpensantes piensan que también fue cochino.
Conviene insistir en que la literatura no se ocupa de los defectos humanos para recomendarlos, sino para entenderlos. Conocer los problemas es el primer paso para resolverlos. Las buenas historias incluyen seres reprobables que las hacen no sólo más interesantes, sino más verosímiles. ¿Hay quien dude que la gente espantosa existe?
Los censores contemporáneos buscan convertir el Bien en una ideología de dominio que excluye la anomalía y la diversidad. ¿Puede el arte sobrevivir en esas condiciones?
Dahl murió en 1990, de modo que los cambios a sus textos tuvieron que ser aprobados por sus cuatro hijos y la editorial Puffin. La corrección póstuma del clásico galés estuvo a cargo de la asociación Inclusive Minds, nombre curioso para la policía cultural que altera la intención original del texto.
Menciono algunas de las modificaciones. Los personajes gordos se volvieron “enormes”, los diminutos Oompa-Loompas perdieron el género masculino para convertirse en “personas pequeñas”, la señora Twit ya no es “fea y bestial” sino exclusivamente “bestial” y los zorritos de El fantástico señor Zorro se transformaron en zorritas. Estos retoques no afectan la trama; lo curioso es que se considere necesario hacerlos.
Otras alteraciones son más significativas. Matilda ya no lee a Rudyard Kipling, genio sospechoso de colonialismo, sino a Jane Austen, precursora de la perspectiva de género en la alta sociedad inglesa. Por si fuera poco, se agregan ciertas frases explicativas. En Las brujas, Dahl comenta que sus protagonistas usan pelucas porque están calvas. Para no aludir a un defecto físico, los comisarios inclusivos añaden: “Hay muchas razones para que las mujeres usen pelucas y ciertamente no hay nada malo en ello”. En forma peculiar, la justificación deja fuera a los hombres que padecemos alopecia. ¿No podemos, también nosotros, usar pelucas sin que haya nada malo en ello?
Los cambios a Roald Dahl permiten suponer otras transformaciones. ¿Incluso a Shakespeare le llegará su turno? ¿El celoso Otelo dejará de tener piel oscura y la cosmetología políticamente correcta le otorgará una “epidermis mixta”? ¿Para evitar una interpretación tendenciosa del judío que protagoniza El mercader de Venecia la obra se retitulará como El emprendedor de Venecia? ¿Y qué decir de La fierecilla domada? El título es irónico, pues la obra trata de la suplantación de identidades, pero la mente policiaca es literal. Y ya en plan de hacer cambios, propongo eliminar de ese título el afán machista de domesticar a una mujer y bautizar la pieza como una pedagogía de amplio espectro: Tutorial para inconformes. No es un mal lema, aunque tiene el defecto de ser ajeno al dramaturgo que nunca contó con una app.
Roald Dahl fue en vida una persona a la que no le faltaron defectos. Su carácter dejaba que desear y tuvo arrebatos racistas, misóginos y antisemitas. No era el mejor compañero para compartir una cerveza en un pub, del mismo modo en que Johnny Depp, que encarnó al célebre Willy Wonka en Charlie y la fábrica de chocolate, tampoco es la compañía más recomendable. Pero llama a escándalo que los censores contemporáneos juzguen la obra por la conducta personal del autor y se sientan facultados a juzgar lo que ofende a los demás.
La Ilustración defendió la autonomía de la obra, separándola de las coacciones de la Iglesia y el Estado. ¡Qué moderno parece ese pasado!
Urge que comience el siglo XVIII.