Noche de bodas. En la suite nupcial el recién casado tomó par la cintura a su novia y delicadamente la condujo hacia la cama. Exclamó ella con enojo: “¡Caramba! ¿Por qué todos los hombre piensan nada más en esto?”. El agente de viajes le informó a la pareja: “Por el dinero con que cuentan puedo ofrecerles un recorrido por las islas griegas, siempre y cuando estén dispuestos a remar”. En el Bar Ahúnda un tipo le comentó a otro: “Me dedico a la segunda profesión más antigua del mundo: sacarles el dinero a las que se dedican a la profesión más antigua del mundo”. El encargado de la tienda de mascotas le dijo a doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, marido tarambana: “En efecto, señora: una anaconda puede tragarse a un hombre entero. Pero aquí no las vendemos”.Una chica le contó a otra: “Mi hermano soltero ha decidido casarse. Parece que ya está cansado de tanto sexo”. “No te entiendo -le dijo el hombre de la Edad de Piedra a su flamante mujer-. Ahora que cacé mi primer mamut me sales con que eres vegana”. La mamá de Pepito fue a acostarlo en su camita. De pronto llamó con un grito a su esposo, que acudió a toda prisa, alarmado. La señora le mostró lo que Pepito había puesto en la cabecera de la cama: una página de la revista Playboy con la correspondiente imagen femenina. Explicó el chiquillo: “Ya me había aburrido un poco el cuadro con el angelito de la guarda”. En aquel tiempo yo no lo sabía, pero las tertulias de doña Mariquita eran muy cursis. Tenía yo 7 años, y a esa edad todo lo que hacen los adultos te parece razonable, aunque canten “Musmé”, declamen “El seminarista de los ojos negros” o representen “Mañanita de sol”, de los hermanos Álvarez Quintero. Doña Mariquita era sesentona, enormemente gorda, y usaba un peinado churrigueresco. Viuda, tenía sobre el piano de la sala el retrato de su difunto esposo, un elegante caballero de bigotito fino. Su única hija andaría por los 30 años. Los disimulaba vistiendo como niña, con vestidos llenos de faralaes, calcetitas con doblez de encaje y moños infantiles. Una tarde mi mamá y yo fuimos al cine y apareció en la pantalla un actor que, luego supe, se llamaba Adolphe Menjou, elegante caballero con bigotito fino. “¡Mira, mamá! -exclamé-. ¡El esposo de doña Mariquita!”. “¡Shh! -me impuso silencio ella-. No vayas a decir nada en su casa”. Doña Mariquita recibía todos los jueves por la tarde. Sentada en un gran sillón de mimbre que se quejaba cada vez que ella se movía, hablaba de su gusto por la Serenata de Schubert -“del músico del mismo nombre”, añadía siempre- y por la poesía de Nervo. Declaraba luego con un hondo suspiro: “No tengo remedio. Soy una romántica”. Todo aquello, lo dije ya, era cursi. La palabra “cursi” es también cursi. Evanescente, ambigua, no hay de ella cabal definición. El diccionario dice que el vocablo sirve para calificar a lo que es pretencioso y de mal gusto, pero eso no abarca a toda la cursilería. Yo encuentro un elemento indispensable para describirla: lo ridículo. Por ejemplo, es ridículo que se le haya compuesto un himno al Aeropuerto “Felipe Ángeles”, y que se cante con oficial solemnidad, letra y música de karaoke. No sé si algún otro aeropuerto del mundo, en Nueva York, en Tokio, en Frankfurt o París tenga himno, pero por si las dudas voy a proponer que el de Ramos Arizpe tenga el suyo: no vamos a permitir que se nos haga menos. Seguramente también la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya tendrán sus respectivos himnos. ¡Carajo! La 4T es mentirosa, ineficiente, destructiva, con visos de impune corrupción. Y ahora también es cursi. ¡Nomás eso faltaba!… FIN.