Por: Armando Fuentes
“Mi esposa es indiferente en la cuestión sexual”. Eso le contó un tipo a otro. “La rutina es enemiga de la pasión -sentenció el otro-. Ahora que llegues a tu casa hazle el amor a tu señora sorpresivamente, ahí donde se halle”. Al siguiente día el consejero le preguntó al tipo: “¿Dio resultado mi sugerencia?”. “Bueno -relató éste-. Mi mujer siguió indiferente, pero las amigas con las que estaba merendando mostraron bastante interés en lo que hice”. La madre de Susiflor se inquietaba por el futuro de su hija. La interrogó, nerviosa: “Ese hombre con el que estás saliendo ¿es formal?”. “Claro que sí, mamá -le aseguró la chica-. Ya tiene 15 años de casado”. Don Cucoldo y su compadre Pitorrango tomaban la copa en la cantina Modotti. Declaró don Cucoldo: “Creo en la reencarnación. En mi próxima vida espero reencarnar en toro, con un par de grandes cuernos”. Observó Pitorrango: “Ah, entonces ya le gustó, compadre”. Sonorosa palabra ya en desuso es “zoquete”, al menos en la acepción que en México le damos. A mis lectores extranjeros les diré que zoquete -del náhuatl zoquitl, cieno o barro- es para nosotros lo que en término común se llama lodo. Permítanme evocar un sucedido de mis lejanos tiempos de reportero de periódico. Era alcalde de mi ciudad, Saltillo, un señor por todos conceptos buen señor: don Jesús R. González. En un ejido de la zona rural del municipio la gente bebía el agua cenagosa del mismo estanque donde los animales abrevaban. Don Jesús hizo perforar un pozo y dotó del vital líquido a la comunidad. (Perdón por lo de “vital líquido”. La expresión es tan inédita que puede resultar de difícil comprensión). Cuando se inauguró la obra el comisariado ejidal hizo uso de la palabra y dirigiéndose al alcalde le dijo en arrebato de agradecimiento: “Merece usté una estuata, aunque sea de zoquete”. Eso de las estatuas no es cosa para tomarse a la ligera. Algunas he visto derribadas de su pedestal. La de Miguel Alemán en la Ciudad Universitaria, pétrea efigie que más parecido tenía con Stalin que con el ex presidente. La de José López Portillo en Monterrey. El monumento a Colón en el Paseo de la Reforma fue retirado por causa de un anacrónico y dogmático -a más de absurdo y chabacano- rencor nacionalista. Una estatua de López Obrador, erigida en Atlacomulco, Estado de México, por la lambisconería morenista, fue derruida y quedó en tierra hecha pedazos al día siguiente de que el partido propiedad de AMLO perdió la elección local en ese tradicional feudo del PRI. El caudillo de la 4T ha soñado en pasar a la Historia. Figurará en ella, como todos los presidentes que en el país ha habido, por el mero hecho de haber sido presidente, pero me temo que esa señora -doña Historia- no será benévolo con él y, maestra al fin y al cabo, lo mandará a un rincón. Desapareció la mala estatua de López Obrador. Es de justicia. Él ha hecho desaparecer muchas cosas buenas. Don Poseidón, granjero acomodado, viajó a la ciudad con doña Holofernes, su mujer. A cargo de la granja quedó su hija mayor, Glafira. En la cuadra estaba El Ventarrón, finísimo caballo pura sangre que había ganado todas las carreras en las ferias comarcanas, por lo cual era muy buscado como semental. Llegó un individuo a la granja, y antes de que explicara la razón de su visita Glafira le informó: “Si viene por El Ventarrón, sus servicios de semental los cobra mi papá en 5 mil pesos”. “No vengo por eso -masculló el visitante, hosco y atufado-. Vengo porque tu hermano preñó a mi hija”. “Ah, caray -se desconcertó Glafira-. No sé cuánto cobre mi papá por los servicios de mi hermano”. FIN.