“Renato volvió a platicar con el abuelo y no sé qué tan buenos sean esos diálogos prolongados, si puedan convertirse en una adicción o de plano en la anulación de su personalidad por imitación”, rumiaba Sofía en un monólogo interior que tenía con frecuencia.
Desde hacía algunos meses, Renato su hijo había entrado en la adolescencia y en poco tiempo terminaría su licenciatura en ingeniería de sistemas. Le quedaba todavía un año o dos para doctorarse y luego encontrar un sitio en alguna universidad de ladrillos para buscar el post doctorado.
Por su carácter alegre e inquisitivo tenía los mismos rasgos del abuelo, algo muy distinto al de su padre, quien era sereno y taciturno. Pocos jóvenes tenían la fortuna de que los padres hubieran convencido al abuelo de incluir en sus memorias algunos videos con sus experiencias de vida y el acceso a todos los documentos que guardaba en su larga carrera de biólogo evolucionista. Tal vez por esa profesión profunda y secular, había reunido todo en la nube.
El tema ahora era que el abuelo Nicolás comprendía todo, sabía de todo y desde su poltrona siempre estaba dispuesto a ayudar a Renato su nieto primogénito. Las respuestas a cualquier pregunta las contestaba con su voz de persona mayor pero no de viejo. Como siempre, movía sus brazos hacia adelante para dar impulso a sus ideas, a sus recomendaciones, y en suma, a su nieto.
-“Mamá, el abuelo siempre tiene respuesta para todo, pero últimamente lo he notado más cuidadoso con lo que dice, sobre todo cuando pregunto sobre algunos temas existenciales, me parece que sabe mucho del asunto pero no quiere contestar por alguna razón que desconozco”, decía Renato a Sofía.
”Además no sé por qué has dejado de platicar con él, siempre te veías entusiasmada y reconfortada después de una charla por la tarde”.
“Así eran las cosas antes Renato, pero la última conversación que tuve fue una que aún no digiero, fue cuando insistió mucho en los límites. Su recomendación era buscar y poner límites a todo. Una contradicción si pensamos que a él nunca se le impuso un límite”.
“Sí, qué curioso, pasó lo mismo conmigo”, dijo Renato, “ahora me habla de límites, contención y hasta temas de ayuno como si fueran la solución para muchos de mis problemas”.
“Sabemos que él todo lo comprende y cuando encuentra un escollo tarda algunos segundos en resolverlo, pero todo comenzó cuando le pregunté sobre el origen de la vida y el sentido de la muerte”.
“Nunca lo había visto perturbado, casi esquivo. Fue cuando comenzó a mencionar los límites y el infinito; no como esas herramientas que usamos para nuestras ecuaciones en cálculo sino como la sustancia misma de la vida”.
“Porque todo lo contesta, ya sea que le pregunte sobre la historia y las raíces de la familia o sobre alguno de sus colegas biólogos evolucionistas como Richard Dawkins o físicos como Stephen Hawking”.
“Sabes, a veces me dan ganas de ganarle al ajedrez por mi esfuerzo pero sé que se deja ganar para que aprenda el juego. Además toma tiempo como si no pudiera resolver toda la partida en un nanosegundo”.
“Como en el ajedrez, adivina las diez siguientes preguntas que le voy a hacer, aunque no lo dice”.
“En la última charla, esa que pareció perturbarlo, le pregunté qué había después de la muerte, qué había sentido en su último instante de vida y qué seguía después”.
“Dijo que no recordaba lo que había sucedido hace una década, que en realidad debía ser un punto y no un continuo como lo imaginamos en vida, ‘pero uno de los límites humanos es que no podemos experimentar la vida, o la muerte, de los demás’, me dijo con una sonrisa que asomaba nostalgia, algo que no estaba programado para tener”.