Las redes sociales son tan eficaces que ahora el qué dirán depende de la tecnología.

Mi amigo Chacho, protagonista ocasional de esta columna, acepta con resignada generosidad que lo mencione. No conozco persona más sociable, y no me extraña que haya extendido sus funciones de anfitrión a la plataforma WhatsApp. Al menor pretexto, organiza un chat. Si consigue chilorio de Sinaloa, arma la comunidad “Pizzas de chilorio” con los invitados a esa cena. Un viaje, un bautizo, la Copa del Mundo o incluso el Día de la Bandera lo impulsan a reunir a las personas que considera apropiadas para compartir tal acontecimiento.

Su tendencia gregaria llegó a un punto culminante con la graduación de su hija. Estaba tan orgulloso que armó un chat con nombre de novela de Turgueniev: “Padres e hijos”. A diferencia de otras convocatorias, esta fue multitudinaria. En su mensaje inicial, Chacho anunció que había convocado a sus amigos más cercanos, lo cual puso en duda su idea de la proximidad, pues éramos 214.

¿Es posible intimar con tanta gente? No tengo la menor duda de que para Chacho lo es. Los lazos del cariño pertenecen a las especies delicadas. Tener un amigo mexicano es como tener un pez dorado. La relación se lesiona si no le cambias oportunamente el agua, si no echas alimento a la pecera, si no vigilas la oxigenación. De nada sirve colocar un espectacular buzo o una almeja burbujeante al fondo del acuario. Lo que importa es el mantenimiento.

Pues bien, Chacho es capaz de repartir su afecto sin perder la atención al detalle que lo ha vuelto imprescindible. Sus 214 cuates del alma son reales.

El chat “Padres e hijos” prosperó con noticias de la graduación y fotos de la infancia de la hija de Chacho. Otros amigos hicieron lo mismo y pronto tuvimos un colectivo álbum de familia.

Pero el ser humano difícilmente se libra del impulso de “dar a conocer”. Un ingeniero subió fotos del puente que está a punto de terminar, una chef anunció el nuevo menú de su restaurante y un dibujante compartió la carta en la que lo invitaban a participar en una exposición colectiva en Guatemala.

Posteriormente, un amigo convocó a una misa. Alguien observó que la religión provoca discrepancias, pero alguien más opinó que los rituales del catolicismo ya son una costumbre inofensiva, como cantar el himno antes de una competencia. De manera previsible, alguien dijo: “No soy católico pero soy guadalupano”, y la mayoría de los participantes proclamaron su fervor por la Virgen del Tepeyac.

El consenso se rompió cuando, a falta de mejor tema, alguien habló de política y recibió tantas adhesiones como repulsas. El chat “Padres e hijos” empezó a merecer títulos de otros escritores rusos: “Crimen y castigo” o “Guerra y paz”.

Entendí entonces la lógica secreta de numerosos grupos digitales. La causa inicial se borra para dar pie a situaciones que no quieres presenciar. Tarde o temprano, muchos chats se parecen a un asalto bancario que salió mal. ¿Qué pasa cuando los ladrones someten a los empleados y los clientes pero no logran huir? La policía rodea el sitio y, dentro de la sucursal, comienza una convivencia tan incómoda que incluso los secuestradores se convierten en rehenes. Todos quieren salir de ahí, pero nadie puede hacerlo.

Entendí esto cuando un miembro del chat protestó por la politización de los mensajes y otro le contestó: “¡Yo lucho por la libertad, no soy un esclavo como tú!”. La verdad, yo también quería luchar por la libertad, pero no la de la patria, sino la de salir del chat.

El problema es que si te das de baja todos se enteran y te conviertes en un descastado, el rehén que le habló a la policía.

Busqué en internet un tutorial para abandonar el cerco sin ofender a nadie. Esperaba dar con una aplicación para esfumarme, pero sólo encontré a un experto español en etiqueta digital que recomendaba lo que yo menos quería: ser sincero (por lo visto, él no conoce a los 214 amigos de Chacho, incluido yo).

Me dicen que WhatsApp ya arregló este predicamento social y que, de ahora en adelante, sólo el anfitrión del chat sabrá quién se da de baja. Pero la persona que me lo dijo puso de ejemplo a dos personas que lograron esa retirada con honor. “Si sólo el anfitrión se entera, ¿cómo lo sabes tú?”, le pregunté. “Alguien me lo chismeó”, comentó.

Podremos huir del chat, pero nunca del rumor.

 

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