Por: Armando Fuentes.
“Caras vemos, camas no sabemos”. Con esa frase críptica nos respondía aquel amigo nuestro, guapo, guapísimo, parecido a Stewart Granger, cuando le preguntábamos por qué se había juntado con aquella mujer fea y antipática. Alguna gracia oculta, o muchas, debe haber tenido la anfisbena, pues nuestro amigo comía de su mano y no se le despegaba nunca. La mujer lo tenía enyeguao, como se dice en expresión ranchera del hombre ciegamente enamorado de una hembra por motivos de colchón. “Enculado” es el término vulgar que para el caso se usa. Lejos de mí la temeraria idea de comparar la historia que he narrado con la de Su Majestad Carlos III y su Reina Consorte, Camila. Mil veces más hermosa era Diana, y ya ven mis cuatro lectores todo lo que sucedió. Al parecer el pueblo británico, que tan británico es, ha perdonado su conducta al nuevo rey, y la bella e infortunada princesa pasó a un discreto olvido. El triunfo es como el bautizo: borra todos los pecados. En cierta ciudad nuestra, cuyo nombre no diré por causas entendibles, hubo una extraña escuela. Tenía una sola profesora, y operaba en forma clandestina. En aquel tiempo todas las muchachas de elevada condición social, y aun de clase media, se educaban en colegios de monjas. En ellos se hacía énfasis en la pureza, no tanto por motivos de virtud, sino porque era necesario que las jóvenes se conservaran vírgenes a fin de poder hacer un buen matrimonio. O sea que en el fondo -dicho sea sin segunda intención- el himen tenía valor por razones de índole económica. Hasta en eso tenía razón Marx. Lo de la pureza, sin embargo, tenía un inconveniente. Las jóvenes llegaban al connubio sin saber nada acerca de las realidades de la vida. Novia hubo que en altas horas de la noche escapó aterrada de la alcoba nupcial y corrió a medio vestir por medio de la calle hasta llegar a su casa, donde llorando les contó a sus padres que su marido quería hacer con ella cosas feas. Entonces muchos maridos buscaban en otra cama lo que en la propia no encontraban. De ahí aquella institución prevaleciente -y aceptada- en los mediados del pasado siglo: la casa chica. El hombre casado tenía esposa y querida. Para la primera todos sus respetos: era la madre de sus hijos. Con la segunda, en cambio, gozaba los placeres del amor erótico que su virtuosa cónyuge no le podía brindar por la sencilla razón de que no los conocía. Pero de la existencia de la casa chica derivaban inconvenientes varios. En primer lugar los ingresos del marido se dividían, y luego a veces resultaban hijos de fuera del corral que a la hora de la herencia querían entrar a él. De ahí que algunas señoras casadas hicieran a un lado las piadosas prédicas oídas en el colegio y procuraran aprender las artes necesarias a fin de tener contentos a sus hombres tanto de día como de noche. Para eso sirvió la escuela de que arriba hablé. A ella acudían, previa discreta cita, las dichas damas, y recibían de la maestra, antigua cortesana jubilada, lecciones sobre los modos de dar satisfacción a sus señores, o a cualquier varón, si se ofrecía. La sabia mentora instruía a sus alumnas sobre posturas, habilidades orales y manuales y variaciones muy variadas sobre el mismo tema. En esa ciudad -las estadísticas lo demostraron- el número de casas chicas disminuyó considerablemente. Es una pena que el nombre de esa gran mentora haya sido olvidado. Ya viene el Día del Maestro, y debería ser homenajeada, pues enseñó cosas más importantes que las que se aprenden en la escuela. Todo esto me fue inspirado por la coronación del rey Carlos III. Qué cosa tan más rara es la inspiración. FIN.