Por Armando Fuentes. 

El niñito presumía acerca de su papá en el salón de clase: “Mi papá es bombero voluntario -decía-. Es muy valiente; cada vez que suena la sirena salta de la cama, se pone su casco, sus botas y su uniforme y sale a toda velocidad en su automóvil para ayudar a apagar el incendio. En cambio nuestro vecino, el señor Colínez, es un cobarde. Cuando la sirena de los bomberos suena le da tanto miedo que se viene a nuestra casa y se mete en la cama con mi mamá”… Unos guardias del hospital siquiátrico acudieron al departamento de Himenia, célibe madura. Le dijeron: “Esperamos haber llegado a tiempo -dicen-. Un interno escapó, y los vecinos nos dicen que entró aquí”. “Vengan mañana -les pidió Himenia. Ahora está en la ducha y luego va a cenar”… Está de moda entre algunos profesores de ciencia política defender a Maquiavelo y a su obra magna, “El Príncipe”. Dicen que, después de todo, Maquiavelo no era tan maquiavélico. La defensa, sin embargo, es imposible. No se equivocaron los ingleses cuando llamaron “Old Nick” al demonio después de leer al florentino. Mucho y muy grave mal hizo Maquiavelo con su librito, tan pequeño y nocivo al mismo tiempo. De sus páginas deriva una de las tesis que más daño han hecho en la época moderna: la doctrina según la cual el príncipe -es decir, el primero, el que manda- está exento de cumplir las leyes, pues obedece sólo a un código especial de conducta que tiene como fin único conseguir el poder y mantenerlo. En esa línea actúa el clásico político: está convencido de que eso de “no mentir”, “no robar”, etcétera es aplicable a los mortales comunes y corrientes, pero no a él. Tal es la herencia que Maquiavelo nos dejó. En México está vivo todavía, a pesar del cambio, el legado del zorro florentino. Algunos gobernantes se sienten aún por encima de los gobernados, y creen estar al margen de la ley. Por “razón de Estado”, es decir, por política, por defensa del poder (de su poder) incurren en acciones reprobables. Viviremos en un país mejor cuando logremos finalmente, sin limitación alguna, que las leyes obliguen por igual a quienes gobiernan y a los gobernados… Viene enseguida un chiste de los prohibidos tanto por la Pía Sociedad de Sociedades Pías como por la Liga de la Decencia. El señor Calvínez, encargado de los trabajos de censura -y además portaestandarte- de esta última asociación moralizante, leyó el dicho cuento y fue acometido por un súbito accidente de descomposición ventral, cursos, carrerillas, flojedad de estómago, cámaras o pringapiés, que en todas esas maneras puede y suele llamarse el penosísimo mal que lo atacó. Las personas pudibundas deberían abstenerse incluso de posar los ojos en ese relato, que indebidamente sale a luz… Llegó un joven campesino a una casa de mala nota en la ciudad. “Quiero una mujer” -le pidió a la madama. Ella miró de arriba abajo al silvestre mancebo y luego le preguntó: “¿Has estado con una mujer alguna vez?”. “No, nunca” -respondió el mocetón. Le dijo la mujer: “Vuélvete al campo, busca un hueco en el tronco de un árbol y practica. Después regresa acá”. Pasó una semana, y nuevamente se presenta el muchacho. “Quiero una mujer” -volvió a decirle  a la madama. “¿Practicaste como te dije?” -inquirió ella. “Sí” -contestó el rústico zagal. La proxeneta, entonces, le asignó una de sus pupilas. Ya en el cuarto ella se aligera la ropa. El joven granjero, entonces, empezó a examinar cuidadosamente a la chica.  “¿Qué haces?” -le preguntó ella al mismo tiempo intrigada y llena de curiosidad-.  Respondió el mocetón calmosamente: “Estoy revisando a ver si no hay abejas”… FIN.

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