Por Armando Fuentes. 

En medio del acto del amor el marido de doña Frigidia se levantó del lecho, tomó una flor del búcaro que estaba sobre el tocador y la puso en el pecho de su esposa. “¿Por qué haces eso?” -le preguntó asombrada la mujer. “¡Santo Dios! -exclamó el tipo con simulado asombro-. ¡Perdóname! ¡Pensé que estabas muerta!”… (Nota: Supe de otra pareja en la cual había también poco interés amatorio por parte de la esposa. Su marido le pidió que los ejercicios abdominales que hacía por las mañanas los efectuara en el momento del amor. Así matarían dos pájaros de un tiro: ella haría su gimnasia y él imaginaría que su mujer estaba participando en el amoroso trance)… Babalucas fue con un amigo a ver una película porno. Cuando empezó la escena de mayor erotismo, la más tórrida, Babalucas se inclinó sobre su amigo y le dijo: “El pendejo no sabe de estas cosas. A las mujeres se les besa en los labios”… Nargalisa estaba muy plana por detrás. Un majadero la vio al pasar y le dijo: “Oye, chica: ¿te sentaron cuando todavía estabas fresca?”… Don Feblicio iba a ser operado: le iban a extraer el apéndice. Su esposa le preguntó al cirujano: “Disculpe, doctor: después de la operación ¿mi marido podrá hacer el amor?”. El médico sonrió: “Desde luego que sí, señora. Claro que podrá hacerlo”. “¡Qué bueno, doctor -se alegró la señora-, porque hace ya más de 5 años que no puede!”… Rosilita le preguntó a su mamá: “Mami: ¿qué significa la palabra ‘hipnotismo’?”. Respondió la señora: “El hipnotismo, hijita, consiste en hacer que un hombre caiga en tu poder de modo que pierda completamente su voluntad y te obedezca en todo”. El papá de la niña, que oyó aquello, comentó con hosquedad: “Eso no es hipnotismo. Es matrimonio”… Viene ahora un relato folclórico seguido de una solemne reflexión tendiente a orientar a la República… Don Eglogio, maduro hombre del campo, llegó a los 100 años de edad en plenitud de facultades y de fuerzas. Comía bien, veía bien, caminaba bien. Un joven le pidió la receta: “Don Eglogio: déme usted el secreto de la salud y la longevidad. ¿Qué debo hacer para llegar a los 100 años en el estado de salud que llegó usted?”. Don Eglogio respondió con voz grave y solemne: “Evita la combinación de madera y hierro”. “¿Brujería?”-se inquietó el joven. “No, -respondió el viejo socarrón-. Trabajo. Madera y hierro juntos son un talache, un azadón, un hacha… Sácales la vuelta”… A ese relato, extraído del rico anecdotario de la haraganería, sigue un profundo pensamiento: la riqueza de una nación solo puede fincarse en el trabajo de sus habitantes. Durante muchos años el paternalismo del Estado mexicano atentó contra el trabajo: hizo de obreros y campesinos una especie de menores de edad a los que había que proteger aun en contra del interés nacional. Así se creó -sobre todo en el campo- una clase de mexicanos que todo lo esperaban del Gobierno y que muy poco o nada hacían para labrarse un porvenir cimentado en el trabajo diario. Resultado: ahora esos mexicanos deben salir de México a buscar lo que su propia patria no les puede dar. Triste paradoja: por no haber trabajado lo suyo ahora tienen que trabajar lo ajeno. A un versificador moralista se debe la advertencia que da remate y cima a las ideas antes enunciadas, modestas ideas que no tienen más propósito que el de orientar -ya lo dije- a la República y labrar el nuevo perfil de la nación.  Dice así su admonición: “De la suerte nunca esperes / ni dinero ni ventura. / Trabaja, niño, si quieres / ser dueño de una fortuna”… FIN.

 

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