Mientras la humanidad se dirige al apocalipsis oyendo reggaetón y viendo TikTok, los editores conservan la extraña ilusión de vender libros. Sin embargo, sus posibilidades de dominar el mercado son tan exiguas que han convertido la publicidad en signos de angustia.

En todas las épocas, unos cuantos autores son populares y el resto sobrevive a duras penas. Para consolarse, quienes venden poco juzgan que el éxito editorial es una vulgaridad en la que sólo incurren quienes sacrifican su talento en el altar del comercio. Y, sin embargo, ciertos best sellers son obras maestras (baste mencionar Cien años de soledad o El nombre de la rosa). Por lo demás, los autores que venden patrocinan a los que nadie compra.

Hace años presenté en Madrid Trampas para estrellas, de Pedro Sorela. Autor de un estudio esencial sobre el periodismo de García Márquez y apasionado profesor de la Universidad Complutense, Sorela era un novelista significativo que, sin embargo, no había conectado con el gran público. Después de la presentación, la editorial convocó a una cena de unas veinte personas. “¡¿Quién paga esto?!”, exclamó Pedro con su habitual vehemencia. “Pérez-Reverte”, le contesté. Gracias a la saga del Capitán Alatriste era posible, no sólo que otras obras se publicaran, sino que cenáramos para comentarlas.

Lo peculiar de nuestro tiempo no es que unos libros circulen más que otros, sino que muchos de ellos hayan sido planeados para la gente que normalmente no lee. En España, un consorcio editorial publica cerca de mil títulos por temporada. Ese vasto catálogo incluye poca literatura.

La mayor parte de la oferta es ajena al placer del texto y sigue un criterio similar al de las aplicaciones que resuelven problemas con un tutorial. En el noventa por ciento de los casos, la lectura no es un fin en sí mismo sino un medio que brinda consejos para ganar dinero, tener amigos, soportar a un bebé que llora, fabricar armas, ser elegante o bajar de peso. A esto se añaden los libros destinados a satisfacer las muchas variedades del morbo con escándalos políticos o sexuales y las obras que nadie lee pero sirven de regalo (un ejemplo clásico: en vez de darle una novela a tu compadre, le das un mamotreto sobre las cien novelas que debe leer antes de morir).

A nadie le importa el estilo literario de una receta médica. Lo peculiar es que el noventa por ciento de los libros se conciben como recetas médicas, esperando que alguien los lea por una urgencia ajena al hedonismo de las palabras.

¿Cómo contrarrestar esta tendencia? Los editores han dado con un recurso que motivó este artículo: la fajilla. Con progresiva frecuencia, los libros vienen circundados por una brillante tira de papel que los declara magníficos. Al modo de la faja, que disimula la gordura, la fajilla simula que el autor de turno es insuperable. Tres o cuatro citas confirman su genialidad. A veces, la fajilla también incluye el número de ediciones. De pronto, en la mesa de novedades, los libros llevan 32 o por lo menos 16 ediciones, lo cual suena un poco raro, tratándose de obras que supuestamente acaban de salir del horno. Esta feliz propaganda suele ocultar un drama: los tirajes son cada vez más bajos (si antes la primera edición equivalía a tres mil ejemplares, ahora equivale a seis ediciones de quinientos cada una) y no hay modo de saber si la feliz aritmética se debe a ventas reales o a un entusiasmo proselitista. Salvo best sellers reales, como El infinito en un junco, de Irene Vallejo, las fajillas aluden a ventas que nadie comprueba y que no dan regalías a los autores.

¿Vale la pena gastar dinero y árboles para anunciar en una tira de papel que el libro que tienes en las manos es lo máximo? Me temo que no estamos ante un triunfo del mercado literario, sino ante su desesperada derrota. Si alguien proclama su triunfo a gritos es porque no fue oído.

En El coronel no tiene quien le escriba, el protagonista y su esposa calientan agua con piedras y revuelven el “guiso” en forma ruidosa para que los vecinos crean que tienen comida. Las fajillas son lo mismo: sopa de piedras con agua.

La clave del asunto me la dio Pilar Reyes, editora de Arturo Pérez-Reverte. Entre los méritos de este autor, que ha vendido millones de ejemplares, hay que aquilatar éste: no permite que sus libros lleven fajilla.

 

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