Por Armando Fuentes
Por un tiempo en ya lejano tiempo fui reportero en El Sol del Norte, un diario de mi ciudad, Saltillo. Dos veces por semana me tocaba hacer la guardia, o sea permanecer en el periódico hasta que cerraba la edición, por si a última hora surgía una noticia de interés. Solo en la redacción, leía algún libro mientras sonaba el monótono tecleo del teletipo con informaciones de Reuters, la UPI o la Associated Press sobre un mundo que no le interesaba a nuestro pequeño mundo. Me sucedían en aquellas guardias cosas que no son para contarse, motivo por el cual las cuento. Una noche se presentó un tipo a poner una queja. Era paletero, me informó, o sea vendedor de paletas heladas. “Desde hace algunos días empecé a ponerme con mi carrito afuera de una escuela. Ya estaba ahí otro paletero, y le molestó que fuera yo a hacerle la competencia. Ahora cada vez que llego me lanza indirectas”. Le pregunté: “¿Qué clase de indirectas le lanza?”. Respondió: “Me dice: ‘¿Ya vienes otra vez, hijo de tu rechingada y puta madre?'”. En otra ocasión se abrió de pronto con violencia la puerta del periódico y entró con pasos firmes un hombrón de elevada estatura, anchas espaldas y puños como de boxeador. Vestía el atuendo típico del ranchero norteño: pantalón de mezclilla; camisa a cuadros; chaleco de piel; botas vaqueras; cinto pitiado con hebilla grande en forma de cabeza de caballo, y sombrero Stetson de los llamados “de cinco pores”, porque llevaban en su interior la inscripción XXXXX. Sin más me preguntó con tono de macho farfantón: “¿Usted es el que escribe aquí?”. La sangre se me heló en las venas, que es donde la sangre suele estar. Pensé que había escrito yo algo que lo molestó, y venía a reclamar, quizás a golpes. “Sí, señor”, balbucí. Me ordenó: “Ponga una hoja en la máquina y escriba lo que le voy a dictar”. Obedecí con la premura que impone el miedo pánico. Y empezó el hombre: “Reto”. Me indicó: “Ponga ‘Reto’ mero arriba, en el centro de la página y con letras mayúsculas”. Lo hice. Continuó el gigantón: “A todos los vecinos de la calle tal, entre las calles tal y tal, los reto a que me comprueben lo que andan diciendo de mí”. En este punto se le quebró la voz. Concluyó con un sollozo: “Que soy joto”. En aquellos años se llamaba “jotos” a los homosexuales, pues en la cárcel de Lecumberri, de la Ciudad de México, se les internaba en la crujía marcada con la letra jota. Cada calle, y aun cada casa de las ciudades y pueblos mexicanos, tienen una historia que contar, y a veces muchas. El Archivo Municipal de Saltillo, que con amor y eficiencia dirige Olivia Strozzi, publica con el apoyo del alcalde de la ciudad, ingeniero José María Fraustro Siller, una revista de bello nombre con resonancia antigua, pues se llama Gazeta del Saltillo, así con zeta. Con la pulcra edición de Iván Vartan Muñoz y un excelente grupo de colaboradoras y colaboradores, la revista da a conocer casos y cosas de mi solar nativo, y hace de ese modo una valiosa aportación a la tarea de difundir entre los saltillenses de ayer y hoy la noble historia y ricas tradiciones de su tierra. Ya se ve que el Archivo Municipal de mi ciudad no es un Mar Amarillo de papeles muertos, sino una fuente viva de memorias que, revividas, se vuelven parte cordial -o sea de corazón- de nuestra vida. Agradezco al alcalde Fraustro Siller su apoyo a la Gazeta, y a Olivia e Iván el cariño y talento que ponen en sus páginas. También les doy las gracias por haberme dado este día ocasión de no hablar de política, salvo para decir que en la elección del próximo domingo un voto por Morena o por el PT será un voto contra Coahuila. FIN.