Por: Armando Fuentes

No sabía yo quién era ella, pero desde que la vi por primera vez supe que ella era. “¿Me permites que te acompañe?”. Aquella muchacha de ojos de luz y larga trenza rubia se desconcertó. “Está bien”. Y yo: “Pero que te acompañe toda la vida, ¿eh?”. Y toda la vida fueron 60 años. Muchos. Muy pocos. Escribo esto, para darle gracias al Dios que me la dio y que al quitármela le quitó a ella todo dolor y todo sufrimiento. Del mismo modo que hay el don de la vida hay también el don de la muerte. Pero más allá de la vida y de la muerte, momentos breves los dos, está la infinitud del amor. Al decir eso no temo caer en el lugar común, pues tanto el amor como la muerte y la vida son lugares comunes. Compartiré contigo unas memorias, y después guardaré para mí el recuerdo de la vida que se fue y la vida de los recuerdos que jamás se irán. El buen sentido de mi siempre novia me acompañaba siempre. Una vez le conté, mortificado: “Güerita: en una tienda de autoservicio vi un letrero que dice: ‘En la compra de un libro de Catón le regalamos un hot dog'”. Y ella: “Qué bueno. Preocúpate cuando veas un cartel que diga: ‘En la compra de un hot dog le regalamos un libro de Catón'”. Era mi mejor crítica, mi más sabia consejera editorial. “Güerita: por favor lee este chiste que acabo de escribir. Creo que se pasa de la raya; no sé si deba publicarlo”. Ella leía el cuento. “¡Qué barbaridad! Está coloradísimo, muy fuerte, demasiado pesado, atrevidísimo. ¡Publícalo! ¡Va a pegar!”. A veces alguien le decía: “De no ser por ti tu marido no sería lo que es”. “¡Vaya! -contestaba-. ¡Ahora resulta que yo tengo la culpa!”. Empezamos de cero. Nuestras familias eran de condición modesta, y nosotros mismos costeamos los gastos de nuestra boda. De casados me informaba: “Ya llegamos a papas”. Eso quería decir que no quedaba en la despensa nada más para comer. Entonces sentíamos súbita nostalgia por nuestros padres, y los íbamos a visitar, casualmente a la hora de la comida o de la cena. A pesar de eso yo me las arreglaba para hacerle un pequeño regalo el día 27 de cada mes, pues nos hicimos novios un 27 de noviembre. Cuando nació nuestro primer hijo me prohibió que le siguiera dando regalos. “Ahora todo debe ser para el niño”.  Un año después vino la niña y luego dos varones más. El pasado 20 de mayo fue su cumpleaños. En mi tarjeta de felicitación escribí: “De tu hijo número cinco”. Soñador ese quinto hijo. Hacía castillos en el aire, y ella se encargaba de ponerles los cimientos. De sus manos salía mucho bien. Le afligía ver a los niños del rancho, que comían poco y mal, y fundó un comedor para ellos. “Quiero que coman lo mismo que comen nuestros hijos. La Divina Providencia ha sido buena con nosotros. Ahora debemos ser providencia humana para otros”. No hablaré más de ella. Nunca le gustó ser el centro de la atención. Pero diré que creo que Dios existe porque María de la Luz existió. A ese Misterio le doy gracias por haberla puesto en mi vida, y también por haber calmado todos sus dolores. La fe la hizo fuerte en la debilidad, y le dio luz cuando llegó la sombra. Ahora, ante la imposibilidad de hacerlo personalmente -así dice la frase consagrada-, a nombre mío, de mis hijos y nietos, de nuestra familia toda, por este medio agradezco la infinidad de expresiones de solidaridad que recibimos; los incontables mensajes de condolencia de mis lectores, que me dieron el bálsamo de la bondad humana; las ofrendas florales; el cálido abrazo de quienes compartieron con nosotros la tristeza por su partida. A esa pena seguirá la alegría. Ante la eternidad del amor la ausencia dura poco. FIN.  

 

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