Por: Armando Fuentes.
“Sospecho que mi mujer me engaña”. Esas palabras le dijo al taxista el sombrío señor que abordó en el aeropuerto un taxi. Se apellidaba Otelano, y era celoso en extremo. Los celos, ha dicho alguien, son prueba de amor. Es cierto: de amor a sí mismo, pues el celoso mira al objeto de sus celos como su propiedad privada, y teme que alguien lo despoje de ella. Así, ese sentimiento es más bien prueba de egoísmo. Extraña cosa son los celos. Una esposa, por ejemplo, jamás se interesa en lo que su esposo dice, a menos que se lo esté diciendo a otra mujer. El marido que no le ha hecho el amor a su pareja en años sería capaz de asesinar al hombre que pretende hacérselo. Advierto, sin embargo, que estas elucubraciones, poco sutiles pero bastante fútiles, me han apartado de una historia que casi ni siquiera ha comenzado. El tal señor Otelano le manifestó al conductor del taxi: “Es la una de la mañana. Mi esposa no me espera; piensa que todavía estoy de viaje. Seguramente está con su querido en nuestra casa, y voy a sorprenderla a fin de acusarla de adulterio. Pero conforme a las leyes del estado necesito un testigo ocular para fundar la acusación. Le ofrezco la suma de 5 mil dólares si me acompaña y certifica la infidelidad de mi mujer”. La oferta era atractiva. El chofer pensó que con esa cantidad podía comprarse 5 mil artículos en el Dollar Tree. No tendría donde ponerlos, pero el placer de comprarlos nadie se lo quitaría. Así, aceptó la propuesta de su cliente. Llegaron al domicilio del celoso. Con cautela Otelano abrió la puerta. Se descalzó y por señas le pidió al del taxi que igualmente se quitara los zapatos: no quería que algún ruido que pusiera sobre aviso a los amantes. El taxista se inquietó bastante cuando vio que el esposo sacaba una pistola calibre .38 del cajón de un mueble en el corredor. Iluminándose con la luz de su teléfono móvil, el arma en la otra mano, Otelano subió con pasos tácitos la escalera que conducía al segundo piso. El taxista le siguió, cauteloso, aunque no era el directamente interesado. Llegaron a la alcoba. El marido irrumpió en ella y encendió las luces de la habitación, que quedó iluminada como en pleno día. High key, se llama ese tipo de iluminación total en el lenguaje cinematográfico y televisivo. Lo que vieron entonces el celoso marido y el taxista no fue sorpresa para ellos, pues lo esperaban ya. En efecto, la esposa de Otelano se hallaba en el lecho conyugal en compañía de un sujeto. El marido, hecho una furia -o dos más bien-, apartó la colcha que los cubría. Ambos estaban en cuero de rana, como decía don Gabriel Vargas, el ingenioso creador de “La familia Burrón”, para significar que alguien estaba desnudo. El taxista, ansioso de desquitar los 5 mil dólares de paga, tomó varias fotografías con su celular, lo cual hace pensar que tenía dotes naturales para servir de testigo. Otelano apuntó al querindongo con la .38. “¡No dispares! -clamó con desesperación la esposa-. ¡Te mentí cuando dije que había heredado una fortuna de mi padre! ¡Ninguna herencia he recibido! ¡Fue este hombre quien pagó la residencia en que vivimos, los cuatro coches que tenemos, la acción del Club Silvestre, nuestra quinta de veraneo en la playa! ¡Por él hemos podido ir a Las Vegas cada mes, y a Nueva York cuatro veces en el año! ¡Él ha costeado nuestros viajes por el mundo! ¡Con su dinero pagamos la servidumbre, mis vestidos y tus trajes! ¡Gracias a él podemos darnos todos los lujos que gozamos!”. Vaciló el marido. Le preguntó al taxista: “¿Qué haría usted en mi lugar?”. Respondió el hombre: “Cubrir al señor con la colcha, no sea que se vaya a resfriar”. FIN.