Arde la Tierra. Después de la pandemia del coronavirus el calentamiento global avanza como una amenaza irreversible. Lo dramático no es que el verano de 2023 resulte particularmente tórrido, sino que sea el más fresco de los años por venir.

Durante unos días, los rascacielos de Nueva York desaparecieron bajo una nube de humo color naranja procedente de los incendios forestales de Canadá, y África, cuyas emisiones de carbono no llegan al tres por ciento de la cuota mundial, padece una sequía que amenaza la vida de 250 millones de personas.

El aumento de las temperaturas obliga a pensar en una de las grandes reservas del frío, Siberia, que contiene la más extensa capa planetaria de permafrost, es decir, de tierra permanentemente congelada. Esa válvula de hielo comienza a derretirse.

La vegetación siberiana alterna los bosques boreales de la taiga, en su parte sur, con los musgos y arbustos árticos de la tundra. Los renos de la región pasan el invierno en el bosque y el verano en las estepas del norte. En sus largas travesías solían caminar sobre ríos y lagos congelados; desde hace unos años, deben cruzar el agua a nado, a riesgo de ser arrastrados por la corriente.

Los cambios siberianos definirán no sólo el futuro de los animales de la zona, sino de la especie humana. El deshielo provoca que se libere el carbono almacenado en ese vasto territorio, lo cual aumenta el efecto invernadero.

Siberia es el gran zoológico de la edad del hielo. Su subsuelo alberga especies desaparecidas al modo de los insectos atrapados en una gota de ámbar. En 2021 fueron encontrados dos cachorros de león cavernario, uno de 28 mil años de antigüedad y otro de 43 mil años.

En Archipiélago Gulag, Aleksandr Solzhenitsyn narra el momento en que una cuadrilla de presos encontró un tritón antediluviano. Haciendo a un lado toda curiosidad científica, los hambrientos prisioneros procedieron a devorar esa criatura milenaria.

Actualmente, Siberia es recorrida por “cazadores de huesos” que buscan colmillos de mamut en el terreno que se reblandece. Esos restos orgánicos tienen invisibles y muy longevos inquilinos. Jean-Michel Claverie, profesor emérito de genómica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Aix-Marseille, los llama “virus zombis”. El más viejo de ellos, de 48 mil 500 años, fue bautizado como Pandoravirus yedoma en alusión a la caja maligna abierta por la primera mujer de la mitología griega y al permafrost del Pleistoceno. Mucho más reciente es un virus de 27 mil años, encontrado en la lana de un mamut.

En 2014, Claverie logró revivir un virus de 30 mil años que se volvió infeccioso, aunque sólo pudo afectar a amibas de una sola célula. Distinto fue el caso de la bacteria de ántrax que regresó del frío en 2016 y provenía de un cuerpo que murió en la epidemia de 1848. Más de dos mil renos murieron por la infección y unos veinte pastores se contagiaron.

¿Qué pasará con otros microorganismos procedentes de un pasado remoto para los que no tenemos anticuerpos? La misma codicia que impide que se frene el calentamiento global estimula un safari de huesos que podría desatar contagios letales.

Solzhenitsyn pasó ocho años de trabajos forzados en Siberia y Dostoyevski pasó cuatro. En el doble presidio del destierro y el frío, ambos escritores entendieron que esa estepa sólo deparaba una actividad fundamental: la espera. En Memorias de la casa muerta, Dostoyevski advierte que incluso los condenados a cadena perpetua aguardan algo, acaso un indulto: “Calcular cuándo terminarían mis años de presidio, en mil formas y aspectos diversos, constituía mi preocupación predilecta. Por más que hiciera no podía pensar en otra cosa… sea cual fuere el preso y cualquiera también la cuantía de su condena… no puede avenirse a considerar su suerte como algo definitivo”. En Siberia la esperanza era una dilatada paciencia.

Hoy, la región donde el tiempo ha transcurrido de otro modo arroja noticias demasiado lejanas para ser cabalmente comprendidas. Algo grave se fragua ahí.

Dostoyevski se refirió a los obsesivos intentos de fuga que ocurrían en Siberia. En este caso no hay escapatoria. La histórica planicie de los condenados condena paulatinamente a un planeta donde los poderosos asumen la tragedia como una oportunidad de mercado.

En lo que se extingue la especie, se promueven viñedos en Patagonia, balnearios en Sajalín y campos de golf en Alaska.

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