Por: Armando Fuentes.

Este día voy a hablar de mí mismo. Es el tema que menos conozco, pero lo tengo tan cerca que no puedo evadirlo. Sucede que el viernes último fui invitado a hablar ante las alumnas y alumnos que cumplieron 50 años de haber egresado como bachilleres del glorioso Ateneo Fuente, la más antigua institución educativa de Coahuila, orgullo de mi ciudad, Saltillo. Suelo cuidar con particular esmero las dedicatorias de mis libros. El primero que escribí lo dediqué “A mis padres, naturalmente”. Al segundo le puse. “Si este libro no tratara de política se lo dedicaría a mi esposa”. Otra dedicatoria, quizá la que me gusta más, dice: “A Saltillo, mi ciudad, donde mis ojos se abrieron a la luz. Al Ateneo Fuente, mi escuela, donde la luz se abrió a mis ojos”. Fueron los integrantes de aquella generación quienes me hicieron director del ilustre colegio. Yo era maestro muy joven; ni siquiera alcanzaba a doblar la edad de mis alumnos. Pero mis clases de Literatura les gustaban. Jamás pasaba lista, y no sólo no faltaba ninguno, sino que acudían estudiantes de planteles cercanos -Derecho, Ciencias Químicas- a oír hablar de Cervantes, de Shakespeare, de Dickens, de Tolstoi. El aula se atestaba de tal modo que debía yo ir con las chicas y chicos al jardín. Sentados ellas y ellos en el pasto; en una silla yo que apresuradamente me traía un conserje, impartía la lección. El arte de enseñar no consiste en trasmitir datos, sino en contagiar entusiasmos. Si logras que los alumnos se enamoren de tu materia, ellos la seguirán estudiando por sí mismos el resto de sus vidas, y tú serás siempre su maestro. El Ateneo formaba parte de la Universidad, que aún no era autónoma. Los directores de las escuelas los nombraba una junta presidida por el gobernador del Estado. En ese tiempo ya escribía yo columnas críticas, de modo que no era bien mirado por la gente de la política. Los estudiantes ateneístas pidieron que yo fuera el director. Su petición fue denegada. Les dijeron que propusieran una terna. Las muchachas y muchachos la llevaron. La terna estaba integrada en la siguiente forma: “Para director del Ateneo: 1-. Lic. Armando Fuentes Aguirre. 2-. Catón. 3-. El secretario general de la Universidad”. El secretario general de la Universidad era yo.  Velis nolis, o sea a querer o no, la tal junta hubo de darme el nombramiento. Ser director del Ateneo Fuente es el honor más alto que en mi vida he tenido. Lo fui durante 8 años, dos por designación, y luego, consumada la autonomía, por elecciones de maestros y alumnos para sendos períodos de tres años cada uno. Creo haber sido un buen director: el día en que terminé de serlo recibí un homenaje organizado espontáneamente por los integrantes de las diversas generaciones. A él asistió mi esposa, que goza ya la paz de Dios, con mis hijos, pequeños entonces. Al terminar el acto los estudiantes me sacaron a hombros por la puerta grande del hermoso edificio del plantel. En la reunión de este pasado viernes los señores de la generación Autonomía, y las muchachas, aplaudieron puestos en pie mi intervención en forma tal que mis ojos se nublaron con la emoción que me produjo esa muestra de su afecto. Por ello les doy gracias. Vuelvo a decir mi frase: “No hay ex ateneístas. Quien una vez estuvo en el Ateneo ya es ateneísta para siempre”. Agradezco sus atenciones a Óscar Pimentel González, presidente de la Sociedad de Alumnos de la generación, y a Tere Morado, su gentil esposa; a Alejandro Dávila, integrante del grupo y rector que fue de la Universidad; al maestro Josué Eli Garza, actual director del Ateneo. Todos ellos me confortaron con ese don precioso que es la bondad humana. FIN.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *