No pondré aquí el nombre de esa dama por elemental respeto a su privacidad, pero sí diré que en casa de cierta amiga suya vio una película pornográfica en la cual el hombre ataba de pies y manos en la cama a la mujer y luego llevaba a cabo en ella toda suerte de actos de contenido sexual cuya naturaleza superaba las más encendidas fantasías eróticas, hasta el punto en que comparado con ellos el Kama Sutra quedaba a la altura de “Pollyanna” o “Little Lord Fauntleroy”. Deseosa de experimentar por sí misma esos inéditos placeres fue a una tlapalería y compró varios metros de mecate al mismo tiempo flexible y resistente. Esa noche se desnudó en la alcoba, se tendió en el lecho, y ya encendida en pasión libidinosa le pidió con acezante voz a su marido: “Átame a la cama y luego haz lo que quieras”. El marido obsequió el deseo de su mujer. La ató a la cama y luego se fue a jugar al póquer con sus amigos. (Nota. Palabras muy mexicanas son “tlapalería” y “mecate”. Las explicaré para debida comprensión de mis lectores extranjeros. Tlapalería, del náhuatl tlapalli, color, es una tienda donde se venden pinturas, a más de objetos en general relacionados con oficios tales como carpintería, albañilería, plomería, electricidad, etcétera. “Mecate”, de mecatl, cuerda hecha de materia vegetal, es una soga. El vocablo aparece en varios dichos también muy mexicanos. Olerle a alguien el pescuezo a mecate significa que está cerca de la horca por sus fechorías. Echarle a uno el mecate quiere decir casarlo -o sea cazarlo-, atarlo con el lazo del matrimonio). La novia del piel roja le dijo: “No sé si la noticia que te daré sea buena o mala para ti, Unkas, pero quiero que sepas que ya no vas a ser el último de los mohicanos”. “Mi marido es muy romántico -declaró doña Timema en la merienda de los jueves-. En el momento del amor me declama poemas”. “Es cierto -confirmó su comadre  Malavina-. Yo ya hasta me los sé de memoria”. (Y vaya que uno de esos poemas era la “Oda al Niágara”, de don José María de Heredia, cuya recitación dura 12 minutos, y eso si la dices aprisita). Menuda sorpresa se llevó don Algón, gerente de oficina, cuando a la hora del café entró en el cuarto del archivo y vio a su linda asistente Dulcibel y al archivista entregados sobre una mesa al consabido rito natural. Antes de que el ejecutivo pudiera articular palabra le dijo Dulcibel: “Ya sabemos que es la hora del café, jefe, pero ¿qué por fuerza tenemos que tomar café?”. Libidio invitó a la joven Floribella a ir con él a su departamento. Después de un par de copas y de una breve sesión de húmedos besos e igníferas caricias fueron en derechura de la cama.  Ahí le pidió Libidio a su pareja la realización de un acto erótico de gran contenido sensual. Ella le dijo: “¿Qué te hace pensar que soy capaz de hacer eso?”. Después de una pausa añadió recelosa: “A menos que hayas leído mi diario”. La mujer y su marido asistieron a la feria benéfica del pueblo y pasaron frente al Pozo de los Deseos. Un cartel anunciaba: “Arroja una moneda al pozo y piensa un deseo. El deseo se te cumplirá”. La señora sacó de su bolso una moneda y la arrojó. En eso su marido resbaló y cayó al fondo del profundo pozo. “¡Ah! -exclamó la mujer-. ¡Funciona!”. Doña Macalota regresó de un viaje y sorprendió a su consorte yogando con una estupenda morena de cabellera bruna, enhiesto busto y ondulante grupa. A la vista de tan ilícito espectáculo la esposa prorrumpió en dicterios de gran peso contra el infiel: “¡Desgraciado! ¡Méndigo! ¡Cabrón!”. “Modera tu vocabulario, mujer- le pidió don Chinguetas-. Estamos en presencia de una extraña”. FIN. 

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